Lo reconozco. Soy un apasionado del fútbol. Me encanta ver partidos en la televisión pero, por encima de todo, me encanta practicarlo. En ocasiones me he preguntado el por qué de esa pasión y la respuesta más plausible que encuentro es tremendamente obvia: disfruto cada momento.
A veces, antes de algún partido o de algún entrenamiento, me descubro a mí mismo sonriendo mientras me calzo las zapatillas. Ya empiezo a sentirme yo mismo. Piso el terreno de juego y ya no hay nada más. En este mundo sólo quedamos unos cuantos tíos de verde, otros cuantos de otro color y un señor, normalmente con un importante retraso mental, llevando un pito en la boca. Bueno, todo eso, y un objeto redondo, mejor dicho, un objeto esférico (los griegos ya pensaban que la esfera era la forma perfecta) que me atrae como un imán.
Venga, pita ya. Salto y encojo las piernas en el aire para calentar la musculatura. Me toco la frente y compruebo que estoy sudando. Perfecto. Ahora doy unos saltitos y miro a mis compañeros. Me siento bien. Ya no pienso.
Estoy convencido que mi atracción por el fútbol viene de la sensación de poder que despierta en mí, de como se concentra mi mente. Soy bastante disperso e indeciso por naturaleza pero, dentro del campo, todo se transforma. Cuando juego, no dudo, tomo decisiones de forma natural. No me da miedo expresar mi agresividad. No me importa lo que piensen los demás. Cuando juego a fútbol soy más yo que nunca. Cuando juego, me siento libre. Es eso, me siento libre. Libre y responsable.