martes, 10 de julio de 2012

ENCUENTROS

Coge la pieza roja y la encaja sobre la azul. Sonríe e inclina su cabeza hacia mí, mostrándome esos dientes tan blancos que rompieron sus encías hace algunos meses. Al verlos, su madre dijo que iba a tener la dentadura de su abuelo y de su tío, los hombres de la familia. Busco rasgos que confirmen que he contribuido en la génesis de tan perfecto ser. La verdad es que no los encuentro, no soy capaz de hallar ni un lejano parecido entre esa maravilla que recorre el pasillo impulsándose con el trasero y yo. Bueno, quizás sí doy con uno: él también suda a raudales, tanto que incluso el leve contacto de su piel con las sábanas o la almohada sobre la que duerme activa su metabolismo de manera que al cabo de un rato se asemeja a una especie de pequeño Buda reluciente.

Se muestra tranquilo. Es curioso pero no atrevido. Escruta el ambiente, sobre todo las caras de aquellas personas que le rodean. Primero observa cuidadosamente y después parece valorar la situación sesudamente antes de iniciar cualquier acción. Su gesto es de concentración, a veces ni parpadea. Sólo se me ocurre una imagen más bella que la descrita y es otra de su mismo rostro, el que pone cada vez que ve llegar a su madre del trabajo, a esas horas en las que jugamos sentados en el suelo.
Encaja las piezas y percibo su alegría al sentirse competente. Toma dos pelotas de colores, una en cada mano, y tras mirarme de soslayo y con gesto de picardía, las proyecta hacia el punto más lejano del salón. Coge los cuentos y pasa sus páginas con parsimonia. Presta atención y se sumerge en lo que está haciendo, hasta que oye un ruido a su espalda. Es el tintineo de un pequeño objeto metálico que se acaba de introducir en la cerradura. Identifica el sonido y lo relaciona con el momento del día en el que se encuentran. Automáticamente, deja lo que está haciendo y se da media vuelta en dirección a la puerta de nuestro hogar. Sus pulsaciones se han disparado en cuestión de décimas de segundo y ahora balbucea frases ininteligibles mientras levanta los brazos en señal de excitación por lo que intuye que va a suceder. Se abre la puerta y tras ella aparece el rostro de su madre, su preciosa madre, que lleva sonriendo desde el momento en que salió de la oficina y empezó a imaginar este preciso instante. Se miran fijamente al tiempo que sus desiguales pasos trazan el último trayecto antes del esperado contacto. Sus rostros son como pantallas en las que se proyectan ilusiones y anhelos. Sus almas son dos espejos en los que se reflejan los más hermosos sentimientos. Mientras, en un segundo plano, apartado pero absolutamente presente, contemplo la escena en estado de arrobo, orgulloso de ellos y agradecido al destino, a la Providencia, a la Naturaleza o a lo que sea por haberme ofrecido este regalo, el presente de poder ser testigo del amor más puro que jamás haya percibido.
Se funden en un abrazo y no puedo evitar emocionarme. Reconozco que tengo bastantes más defectos que virtudes, pero uno de esos defectos no es el de obviar los sentimientos de los demás, todo lo contrario, los percibo con intensidad, como percibo claramente que la conexión que existe entre ellos está por encima de cualquier otra cosa. Y yo me siento extrañamente cercano a esa luz que irradian al fundirse en uno. Y es en ese momento en el que entiendo y me percato. Es cuando me doy cuenta del verdadero significado de la palabra amor y, a la vez, de la suerte que tengo al poder compartirlo con ellos.

3 comentarios:

Manué dijo...

Precioso.

maf dijo...

Y, ya he vuelto a llorar...

Es increíble ser testigo de ello. Es precioso.

Quizás algún día, yo también sienta eso. Aunque ahora me dé incluso un poco de vértigo pensarlo.

:)

JAVIER dijo...

Amic, a ti te queda poco para volver al tajo. Al hereu lo tienes bien encarrilado.

Y, a ti, Marta, ya te queda menos, por mucho tiempo que sea eso. Yo estoy deseando verle la cara a mi primer sobrino "carnal"...