Con los Arctic Monkeys sonando de fondo a modo de revulsivo y el ánimo
destemplado, entre melancólico y cansado, sobre todo de pensar en lo que aún
queda por delante, trato de darme una tregua a mí mismo frente al teclado.
Ahora no puedo evitarlo y golpeo el suelo subiendo y bajando la punta del pie.
Marco el compás siguiendo el ritmo de la batería y el corazón late con un poco
más de impulso, aunque no con el suficiente como para hacerme arrancar de una
vez por todas y salir así de este pegajoso estado interno, similar al de la
depresión que sucede a la borrachera, sólo que, esta vez, sin resaca que la
acompañe, cosa que se agradece. El poso de indefinida amargura y culpabilidad
que a uno le embarga después de una disputa, por muy de baja intensidad que ésta
haya sido, le invita a observar la realidad que le rodea, una realidad que
parecía inmutable y evidente, de una forma diferente a la acostumbrada. Lo que
era divertido deja de serlo para convertirse en costoso. La ligereza da paso a
la pesadez. Lo interesante a lo aburrido. Y lo pleno de sentido a lo absurdo.
Únicamente son contextos, encuadres de lo que pasa, maneras de ver lo que
ocurre delante de tus propias narices, tan similar todo y a la vez tan
diferente. En otras ocasiones, con mucho más tráfico sobre la plancha, me
sentía irreductiblemente feliz. Inhalaba humo, sudaba a mares y me quemaba los
dedos cogiendo el pan pero todo estaba bien. El fragor del momento me ayudaba a
mantener la concentración y con ésta llegaba la alegría. El pasado sábado me suponía
un esfuerzo titánico entender los pedidos, entender las órdenes que llegaban
desde la barra. Lo de fuera seguía siendo lo mismo, lo de todos los años, el
mismo trajín y las mismas caras. Lo que había cambiado era lo de dentro, la
manera de ver, la manera de estar, incómoda, el dudar acerca de las propias
acciones, de los propios pensamientos, pensando demasiado, cavilando,
planteándome si no me estaría equivocando de nuevo o si, por el contrario, me
estaba dejando llevar otra vez por ese sentimiento de incapacidad que tan a
menudo gravita sobre mi cabeza como un halo transparente y tenaz que no sé cómo
esquivar ni evitar que me posea.
Ahora mismo me iría a correr diez kilómetros, doce, quince. Veinte. Me
escaparía en busca del cansancio extremo, ese que te vacía por dentro y no te
permite pensar, el que acalla y apacigua la mente, el que te deja un espacio
para alejarte de ti, o de los pensamientos que crees que son tuyos pero que en
realidad son de ese cabrón que te manipula desde dentro, ese aspecto de uno que
se encarga de ponerte trampas y de hacerte caer en ellas, ese uno tan próximo
que crees auténtico. Ahora mismo me pondría mis zapatillas verdes, pulsaría el
botón del reloj y me lanzaría al asfalto a perderme entre los coches y las
personas, a surcar entre todos ellos, un cuerpo empapado, rozando retrovisores
y dejando frustraciones a su paso. Subiría la cuesta más empinada de la ciudad
para sentir el corazón a mil por hora, para batirme en duelo nocturno con ella,
para llegar más arriba, más lejos. Correría y me bañaría en mi propio sudor
hasta que no pudiera más. Luego, recuperaría el aliento, estiraría los músculos
y me preguntaría si ha merecido la pena tanta penuria. Cansado pero despierto
me diría que sí, que lo que no merece la pena es perderse en laberintos con
salidas traicioneras, lo que no merece la pena es enredarse en según qué
cuestiones. Cuando me paro, a veces me doy cuenta. Sólo a veces. Y es porque ya
he llegado. Me doy cuenta de que vivo tratando de llegar, corriendo con la mente,
que es la peor de las maneras de correr. Se corre con las piernas, un paso
detrás de otro, una zancada tras otra, con el corazón, aliado inquebrantable de
huesos y músculos, la estructura que nos aguanta y que tan poco respetamos. Se
corre con el cuerpo. Tengo que dejar de correr cuando no lleve mis zapatillas
verdes. Me perjudica y me convierte en una sombra de quien soy, apesadumbrado,
hosco, infeliz a ratos. Correr para ser. Qué bonito. Qué irreal. La carretera
no le pide cuentas a uno. La carretera está ahí para ser transitada. Punto. Las
zapatillas y las teclas, unidas en la función, en la finalidad. Inseparables
para ofrecerme lucidez, para sacarme de los infinitos bucles de pensamientos
improductivos en los que caigo, para volver a casa renovado. Necesito salir
para volver a entrar. Necesito soltar amarras para entenderme. Vaciarme,
escupir, volcar, verter, vomitar, salir de mí para dejar de ser un gilipollas,
para encontrarme de una vez por todas. Escucharme cuando estoy a solas conmigo
mismo, escucharme diciendo que deje de hablarme tanto, que deje de prestar
atención a chorradas y me centre, que sólo corra con mis zapatillas verdes, o,
como mucho, con las azules de suela adherente, las otras que me fijan al suelo
para poder experimentarme diferente. Las verdes me liberan. Las azules también,
aunque de otra manera. Las verdes me abren el camino, me llevan lejos, me
acompañan en la soledad. Las azules me transforman, me acompañan en la lucha,
me proveen de energía, me otorgan la fuerza para vérmelas con otros, más
rápidos y más fuertes, pero menos convencidos. Más jóvenes pero menos
apasionados. Apasionado, yo, lo que hay que oír, lo que le descubren a uno unas
zapatillas. Lo mismo que le descubren las teclas, las cuales ofrecen ideas de
vuelta, que no sabíamos que eran nuestras hasta que pasan al otro lado. Y
vuelven. Una conciencia tomada a posteriori, ordenada y en línea, dispuesta a
entrar por donde ha salido, sólo que esta vez ya avisa y me dice: estoy aquí,
joder, date cuenta. Ya me doy, tranquila, que ya me doy. Sabes que me cuesta
tomarte pero poco a poco lo voy haciendo, aunque seas tan esquiva y
escurridiza, conciencia de los cojones.
Una tregua después, el aspecto del entorno difiere de nuevo, ahora
mejorado, aceptable, con un punto de dulzura al fin. Lo pasado, pasado está.
Ahora importa lo venidero, lo cercano, la tarde y la noche de trajín que están
por llegar, noches de vaivén y encargos múltiples. Ya queda menos para volver a
la añorada rutina, la que fija mi tiempo, la que lo empaqueta y lo sirve a
pedazos, troceado y listo para ser consumido, siempre previamente planificado.
Diferentes tiempos dentro de la semejanza del Tiempo Único. El tiempo y su
relatividad. El tiempo y su fugacidad. Y yo me empeño en observar su paso. Me
entretengo viéndolo pasar, queriendo que suceda para llegar no se adonde, no sé
bien para qué. Curioso el teclear sin objeto, el tiempo sin objeto. No hay
verdades reveladas en esto, sólo un infructuoso y ególatra intento de
entenderme, de comprender el porqué de esta imperiosa necesidad de evasión, de
evitación, de no saber estarse quieto con otros, siendo acompañado o
acompañando, siendo, sin más. El permanente estado de alarma, el estar listo
para salir pitando, para huir. Pero de qué se huye, de qué cojones huyo, me
pregunto. Y la tecla responde, la tecla me dice: de un dolor imaginado, amigo,
de un dolor heredado. Embotarse para no percibir la punzada del dolor.
Embotarse para perderse de vista, para enterrar al niño indefenso, el único que
paradójicamente sabe lo que quiere, lo que necesita de verdad, lo que
necesitamos: cariño y atención. Estados deficitarios origen de actuales deseos
y motivaciones. Dotar de sentido al sufrimiento te saca del malestar, te ayuda
a seguir hacia delante, te empuja. Somos capaces de superar el dolor y aceptar
el sufrimiento cuando podemos darle un sentido, cuando podemos ofrecerle un
contexto en el que sea entendible. El maldito encuadre es lo que nos define.
Dime cómo encuadras y te diré quién eres.
La mayor parte de los dolores se llevan en la mente, igual que las
incapacidades, que son reales en la medida en que son tomadas en serio y
asumidas como propias. ¿Qué perverso mecanismo de defensa y de adaptación al
medio es éste que nos aleja de nosotros mismos? Cada uno a su manera, cada cual
con su idiosincrático estilo de defender su autoestima. Los mecanismos de
defensa que nos ciegan lo hacen con el fin de protegernos. ¿Cuándo se produce
el salto que nos permite darnos cuenta de esa pérdida de sensibilidad, que nos
permite percibir que hemos intercambiado conciencia por anestesia, que nos
aleja de quiénes somos? ¿Acaso se produce? ¿No vivimos sin darnos cuenta de
nuestra neurosis? Lo hacemos. Forma parte del proceso de individuación y
maduración percatarse de los mecanismos de la mente que nos llevan por los
caminos equivocados, los caminos laberínticos que nos llevan a pasar una y otra
vez por el mismo sitio, a repetir errores, a cagarla de nuevo. Millones de
neuróticos pugnando por joder el planeta, la gran mayoría sin darse mucha
cuenta de ello, abrazados a banderas, a símbolos o a profetas. Mierda de
pesimismo. Mierda de teclas con mensajes de vuelta.
Necesito irme a correr.
No hay comentarios:
Publicar un comentario