Parecía que la primavera no iba a
llegar nunca. Los días cortos y fríos del invierno se habían solidificado y se
habían introducido en nuestros espíritus sigilosamente, casi sin hacer ruido,
filtrándose poco a poco a través de la piel y los sentidos. Hoy me levanto y veo
los brotes en los árboles, el sol despuntando entre las nubes y ofreciéndome una
calidad de la luz diferente, más viva, más caliente. Camino por la calle y me
parece que la temperatura es más agradable. Sigo el mismo recorrido que hago
cada mañana, de la escuela del niño al trabajo, y me da la impresión de que las
personas con las que me cruzo se sienten más livianas, más ligeras, como si el
gris plomizo de los últimos días invernales se hubiera marchado para no volver
jamás. Saben que volverá, pero ahora su primaveral conciencia los arrastra por
los derroteros de la vivacidad y la alegría. por la intuición del calor, de las
veladas al aire libre, de las terrazas y las noches templadas del mes de mayo,
unas noches que invitan a ser surcadas, a ser transitadas con esmero y sin
prisas, a ser paladeadas y asimiladas con cariño. Las guirnaldas de las fiestas
de primavera, las trompetas que anuncian la calidez pegajosa del
Mediterráneo, los días en que mi hijo cumplirá dos años, dos años de plenitud
que han redimensionado mi vida, que me han hecho adulto y que me han cambiado.
Dos años más profundos, más conscientes y menos frívolos que los demás, años de
andar de biberón en biberón, de pañal en pañal y de alegría en alegría, todas
ellas muy superiores a las penurias, todas bañadas de su presencia y su sonrisa,
de su vida entera, de esos ojos llenos de inteligencia y curiosidad, de
potencialidades, dos años de amor incondicional, de nuevas perspectivas, dos
años de ti y de tu madre, esa que cada mañana se despierta a mi lado como cuando
teníamos veinte años, con la misma cara de sueño pero la misma fuerza vital de
siempre, la que también veo en ti, la que os conecta cuando os miráis a la cara,
la que fluye sin posibilidad de ser detenida cuando vuestras risas se acompasan
y se convierten en la música celestial que necesitan mis endurecidos oídos para encarar el día con fuerza, dos
años en los que he entendido que soy el tipo más afortunado bajo la bóveda
celeste, esa que los hombres nos empeñamos en destrozar, dos años de felicidad,
a pesar de los dolores, a pesar de los trastornos, a pesar de las penas y de los
problemas. Han sido dos años de sentido y de vida. Os quiero más que a nada en
este mundo. Sólo se me ocurre una cosa: gracias por estar a mi
lado.
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