Había decidido caminar. Un beso a mi mujer, otro a mi hijo y rumbo a la
pista en la que estaba previsto jugar el partido en aquella amable tarde de
sábado, tarde amable y cuidadosa con el errar del caminante, un caminante menos
aterido que en días anteriores, más liberado de su propio interior y más
dispuesto a dejar vagar la imaginación. Mi decisión de recorrer un par de
kilómetros a pie no fue vana. A veces necesito aislarme en mi solitario caminar
para aclararme, para repasar el sentido de mis actos, que, por otra parte,
suelen ser en un alto grado inconscientes. No sabía en qué quería pensar, pero
intuía que necesitaba hacerlo, dejarme llevar por el corazón del distrito de
Les Corts para encontrar en algún rincón de él la respuesta que no estaba
encontrando en los últimos tiempos. Lo malo es que tampoco sabía cuál era la
pregunta. Crucé Numancia y llegué a Déu i Mata. El peso de la mochila me
retornaba al presente, pero yo, testarudo, reubicaba el armatoste y volvía a la
meditación. Empecé a saber qué buscaba en la Plaça de Comas: por qué necesitaba
caminar antes de un partido. Crucé Carles III con la mente puesta en qué estaba
ocurriéndome para que deseara tomarme un tiempo para estar solo conmigo durante
los momentos previos a una tarde de fútbol, ideas revoloteando, yendo y
viniendo, sabedoras de algo que todavía yo no sabía. Momentos de introspección
sobrevenida, conscientemente buscada a pesar de la inconsciencia subyacente, de
nuevo la irresoluble contradicción en la que vivo, la misma por la que aparezco
y desaparezco ante mí mismo tantas veces. El lenguaje críptico de mi tránsito
diario. Uno al final se acostumbra. Se acostumbra a entender que sólo entiende
a medias, y, sobre todo, se acostumbra a entender que no tiene por qué
entenderlo todo, mucho menos a sí mismo, por mucho que quiera hacerlo, por
mucho empeño que en ello ponga. Se acostumbra a escuchar. Se acostumbra a
esperar a que, de una vez por todas, se conforme una figura, que ésta emerja
del fondo inopinado, que la luz, por muy opaca y difuminada que se muestre,
acabe por iluminar algún aspecto de la realidad. Es en ese foco en el que me
voy acostumbrando a vivir, en el foco de los matices, en el de las medias
verdades, en el foco de la ambigüedad, la propia ambigüedad de la naturaleza
que nos acoge. Me voy acostumbrando a entender que el foco que creo manejar, el
foco de mi atención consciente, suele estar mediatizado por el foco del foco,
el foco de mi atención escondida, de mi yo escurridizo, el que domina sin ser
visto, el que argumenta y apunta lo que tiene que decir a mi otro yo para que éste
explique el por qué y el cómo. Me he ido acostumbrando a no creerme en exceso
al yo listillo, al que todo lo sabe. Me he acostumbrado a cuestionarlo y a
mirar más allá de la cegadora luz del primer foco. Cuando aguanto sin ponerme
nervioso, cuando contengo el impulso de dejarme llevar por la falsa claridad,
entonces detecto la fugaz sombra del yo agazapado, del verdadero ejecutante, el
que maneja los hilos. Cuestiono al clarividente yo y me apercibo de quién toma
las decisiones, de quién manda realmente. Me percato de quién dirige el foco
del foco. Aunque no siempre lo consigo, porque es un maestro en el arte del
camuflaje y la evitación, un profesional del escapismo de mayúsculo embozo. En
cualquier caso, he aprendido a esperar, a esperarlo. Lo espero corriendo, escribiendo
o caminando, convirtiéndome en mero espectador del diálogo, del juego del gato
y el ratón, el juego del escondite existencial. Miro al crédulo portador del
foco y miro al que maneja el foco del foco y en ocasiones soy privilegiado
testigo de sus interacciones, de cómo uno no se da cuenta de nada y el otro
hace un esfuerzo titánico por mantenerse en el mismo quicio de la puerta, en el
justo medio entre la oscuridad y la claridad, sin mostrarse del todo pero
haciendo acto de mediana presencia para que todo el mundo sepa de alguna manera
que existe, que es. El embozado vanidoso. El petulante director de escena. Y
esperando lo observé, llegando casi a la Maternitat, cada vez más cerca del
recinto deportivo que minutos más tarde acogería mis cada vez menos furibundas
carreras. Fue entonces cuando pude entrever lo que semanas antes ya intuía,
porque el enmascarado se manifiesta siempre a través de la intuición, porque no
se atreve a mostrarse pero siempre quiere ser protagonista, y por ello envía
mensajes acústicos al sordo guía del primer foco, que no se entera mucho y
cuando escucha cree haber encontrado una lúcida respuesta por sí mismo. He sido
yo, parece querer decir el actor oculto, pero no se atreve. Lo que entendí fue
que necesitaba dar una vuelta, un estupendo paseo por el centro del barrio
barcelonés para entender el porqué de mi malestar con el equipo en los últimos
tiempos, de mi malestar conmigo mismo en relación a él. Y, si os soy sincero,
creo que no lo acabé de entender. Ya se sabe, el puto inconsciente nunca es tan
amable, pero sí que recuperé cierta paz conmigo mismo y una extraña apetencia
por el fútbol que llevaba semanas sin sentir. Una descansada meditación que me
devolvió a antiguos derroteros, los de la ilusión a pesar de. Los de las ganas
a pesar de. ¿A pesar de qué? A pesar de la derrota. A pesar de que otros
decidieran tomárselo a mal. A pesar de los gritos, aullidos y ruido exterior.
El trayecto de media hora me había blindado, aquel trazado luminoso, en lo
espiritual, claro, había acorazado de tal manera mis sentimientos que me daba
igual el resultado del encuentro y su desarrollo mismo. Me di cuenta de que
había decidido, sin saberlo, ser feliz a pesar de los pesares.
Me encontré con Galusca, precedido por su sempiterna sonrisa y su coloreado
y encolado cabello. Estrechamos nuestras neuróticas manos y nos dirigimos hacia
uno de los fondos, aquel en el que esperaba paciente la incombustible señorita
Bordés, la Sara, la verdadera y única responsable del sobredimensionamiento de
este club, la que atestigua cada semana que existimos, la que espera sin
esperar, la que mira y observa, e imagina, la que nos da más de lo que ninguno
podamos entender desde nuestro estrecho intelecto. En una esquina, siempre
esperando, derrochando un altruismo poco percibido por imbéciles de nuestro
calibre. Bona tarda, Sara. Ja hi tornem. Un somriure càlid i tornem a començar.
Van llegando los demás: Jesús con el casco en la mano y el caminar erguido; una
postura rígida y el talante afable, postura corporal propia de quienes tienden
a ser deudores de un exceso de responsabilidad, propia de quien reprime la ira
para no dañar a los demás. Está contento el cabrón, un tipo alegre que
encuentra la alegría en algún lugar de su espacio interior, imposible de discernir,
el origen de ese espacio y de esa
alegría cuando luego lo ves sobre la pista, desasistido y obviado por el resto
de compañeros, capaz de sacar petróleo positivo de cualquier situación
potencialmente vejatoria, campeón de campeones en el noble arte del judo
emocional, de convertir la energía agresora en energía agredida al rebotar toda
ella en su panza sanchesca y vital. Ñeti es especial. Ayer jugó realmente bien.
Nadie hubiera dicho que era mejor ni peor que cualquiera de los que pisamos el
ruborizado asfalto de aquel lugar. Acertó arriba y acertó abajo. Corrió cuando
tuvo que correr y paró cuando lo tuvo que hacer. Gran partido el del pratense
pródigo. Luego llegaron Jaime y Raquel, sostén y delegada respectivamente,
sostén él de nuestro juego y poseedor del tempo último de los encuentros y
delegada ella de nuestros acervos y
sentimientos futboleros, custodia de fichas, joyas y más de un impuro
pensamiento. Custodia del custodio de nuestro juego, custodia al cuadrado
entonces. ¿Cómo se llama la cuidadora del cuidador? El cirio verdadero, la
verdadera respuesta religiosa en un cirio y no en cien, la calma espiritual en
él encarnada para dotarnos de mística y pausa. El sosiego azulado que parte de
la suela de su azulada bota derecha. El que amarra el desbocado e intrépido
espíritu grupal, el hombre que susurra al oído del corcel muntanero para que
guarde la compostura y el orden. Keep calm, Monchu. Keep calm, que yo la
aguanto, que yo la piso, chicos, que soy amigo de mis amigos, amigo del control
y el arte de la parsimonia, amigo del balón, que yo lo trato con cariño, que lo
acuno en su justa medida, que lo empano entre pisada y pisada, que lo convierto
en croqueta de difícil digestión para el rival. Y entonces llegan los brothers,
los Justins: Timberlake y Bieber; los zonafranqueses de mi vida, los hermanos
Berruezo, maxi y mini, aunque a veces no sé cuál es más maxi de los dos, si
nuestro hombre elástico o el joven padawan que extrañamente tanto se vuelca en
este equipo de parias. Ambos hicieron lo que saben. Bueno, hicieron muchas
cosas que saben hacer bien: pararon balones de indescriptibles y cambiantes trayectorias,
proyectaron el esférico en perfectas parábolas de más de treinta metros de
recorrido, colaboraron en la gestión de cierres y cumplieron funciones de
auxiliares técnicos, animaron y se retorcieron, tanto en la banda como en el
campo. Los jodidos y carismáticos Berruezos, el competitivo hermano mayor y el
generoso y vital hermano mediano, el del medio de los Chichos, el más artista
de todos. Pero no fue todo lo que he dicho lo que mejor hicieron, no. Lo que
mejor hace un Berruezo es implicarse, es decir, poner el corazón en lo que está
haciendo, y cuando digo el corazón digo los cinco sentidos y un poco más,
porque además de los cinco que estudiamos cuando somos jóvenes existe un sexto,
el jodido e intangible sexto sentido,
que no es más (ni menos) que la intención y el deseo de conseguir que algo
ocurra. Que yo estime a maxi Berru no es una noticia demasiado novedosa, que el
discutiblemente mini me caiga especialmente bien tampoco lo es; por eso, amic,
te garantizo que si existe algún tipo de diablo pactista, éste acabara su
carrera a tu lado.
Desi se quedó un poco rezagado. Observando los movimientos tácticos de los
equipos que recorrían sin demasiado sentido el piso rojizo de enfrente.
Observaba y callaba. De vez en cuando echaba una ojeada a los seguidores del
Atlético Mineiro, pero, básicamente, callaba y observaba, o viceversa. Yo,
acorazado y feliz pasara lo que pasara, lo observaba a él desde la penumbra de
la callada esperanza. Hablaba con Galusca, Jesús y Jaime, pero miraba de
soslayo el semblante de Desiderio. Me recordaba a mí mismo cuando miraba a mi
padre de niño: ¿cómo estará? ¿Estará contento hoy? ¿Estará enfadado? ¿Hoy
gritará? En otras circunstancias el recuerdo de otras latitudes temporales y de
otros deslavazados fragmentos vitales, ya vagas ensoñaciones, me hubiera retrotraído
al molesto pasado y hubiera hecho algo de mella en mi confianza, pero ya he
dicho que la singladura hasta el pabellón me había hecho fuerte, la observación
del evasivo yo y mi toma de conciencia previa, la de que uno puede sentir
compasión de algún aspecto de sí mismo sin caer en victimismos, había
vitaminado y estabilizado la volubilidad de mi carácter. Mantenía mi atención
dividida, una en varios interlocutores y otra en Desi, con el único objeto de
discernir su estado interior, pero no ya para quejarme, tratar de convencerle,
motivarle o mostrarle mi típico apoyo paternalista y fomentador de la
dependencia, no, esta vez no. Simplemente lo observaba para saber a qué
atenerme y para saber si esa tarde íbamos a ser seis o siete jugadores de
campo. Ese lapso de tiempo, diez minutos aproximadamente, dio mucho de sí en mi
cabeza. Tuve tiempo de intercambiar impresiones tácticas con Galu, económicas
con Jaime y absurdas con el Ñeti. Además, tuve tiempo de pensar en todo lo que
había pensado en los últimos meses de Desi. Pensé que había dedicado mucho
tiempo a pensar en qué estaba pensando mi compañero. Pensaba en que quizás
había invertido un tiempo inútil en tratar de provocar un cambio. Eso me llevo
a pensar que, cómo muchas veces, igual me estaba pasando de listo, o de la
raya, o atribuyéndome funciones no otorgadas, o, simplemente metiéndome donde
no me llamaban o creyendo saber más de lo que ya sabía. Pensé que quizás me
estaba equivocando, aunque luego pensé que igual no. En cualquier caso, yo
estaba blindado, llevaba puesto el chaleco antichorradas y ningún Desi de poca
monta me iba a joder el día, nadie me iba a sacar de la senda que había
encontrado a través de las callejuelas del districte de Les Corts. Aún así, no
podía dejar de estudiar sus facciones, de mirar su gesto, de anticipar su
estado anímico. Quería ir y decirle eso de mierdón, qué tal, espero que hoy no
hagas el gilipollas y te dediques a disfrutar. Sí, sí, ya lo sé, tío mierda, ya
sé que soy un pesado y que harás lo que te salga de los huevos, pero mi
blindaje emocional, ése que ha llegado con el ocaso de un sábado de diciembre,
me permite decirte esto sin pestañear. ¿Qué estoy loco?, y tú que sabrás. Estoy
loco por vivir, por jugar a este deporte tan extraño y vitalista, loco por
compartir un rato de todos vosotros y por volver a soñar que no importa el
resultado si nos mostramos como un equipo. Estoy loco porque vuelvas a ser
quién eres, el que se desata y juega. Y juega, del verbo jugar, de retozar, de
desligarse del rol rutinario y zanjar la cuestión con lo que te agobia en el
trabajo. Jugar, de dejarse llevar, de vivir, Desi, cojones, jugar de vivir. El
sentido del juego es el de salir de uno mismo para volver después renovado.
Juega, Desi. Juega al fútbol y juega conmigo y con los demás. Vistámonos de
blanco y verde, o de azul y verde, y ocupemos nuestro lugar en el campo,
ocupemos nuestro rol en el juego. Nos vamos a disfrazar, tío. El sentido del
disfraz es ser quién no eres en el guión establecido de tu vida, el mismo que
te escribe el que guía el foco del que enfoca. Juega para volver a ti
iluminado, ilusionado, para renovarte, y de alguna forma morir. Morir para
nacer, es lo que quieres y no sabes. Mueres con el equipo para nacer después,
para volver a ti habiendo entendido parte de los mecanismos manipuladores del
que vive en tu sombra, de tu yo evasivo. El fútbol lo descubre, y cuando lo ves
y enfocas el foco que él siempre dirige, lo deslumbras y en parte lo
incorporas. Bajan las defensas y defenestras su armadura. Desi, blíndate como
yo lo he hecho esta tarde, paseemos juntos, coño. Y nos blindaremos frente a
nuestros yos gilipollas e inmaduros. Juega, Desi. Juega. Joder, no sé si me
entiendes. Pero no le dije nada, aunque, como si de un telépata se tratara,
Desi volvió a jugar. De una vez por todas se liberó y fue Desi, sublime y
arrollador Desiderio Melús, omnipresente ave Fénix que se rehízo de sus cenizas
en pleno vestuario para volar muy por encima de las cabezas de los asistentes a
aquel terreno de juego. Y desde la cima lo vio todo, desde las alturas lo
observó todo un segundo antes. Corrió-voló por el asfalto, un asfalto más rojo
que de costumbre cada vez que él lo pisaba, porque el Fénix viene del fuego y
consigo lleva fuego. El Fénix-Desi que quemaba el suelo con la planta de sus
pies voladores, el Fénix-Desi que nos aleccionó con su pundonor e intensidad y
que alumbró nuestras conciencias y a ese hijoputa que tanto desenfoca su foco.
Enfocador identificado y ajusticiado, enfocador obligado a alinearse con los
objetivos del ave Fénix-Desi, el rapaz que todo lo caza y todo lo ve.
Bienvenido Fénix, quiero decir, bienvenido de vuelta, si eso puede ser, Desi.
Estuve observando al que yo aún no sabía que iba a ser Fénix hasta que
llegó Dani, sumidero atencional que todo lo arrastra y todo lo absorbe. Uno,
blindado como estaba a esas alturas del día, se dispuso a ofrecer atención al
que la requirió y, tras un canje económico de bastante enjundia para tipos
proletarios como nosotros, rasgué mis vestiduras evasivas y me lancé a la pura
alegría de conversar con mi orondo y risueño amigo. Portaba su mochila a la
espalda y la pequeña bolsa de mano apoyada en su antebrazo izquierdo.
Dicharachero por naturaleza, copó varias conversaciones al mismo tiempo y
lideró el aturdimiento general de todo aquel
que se decidía a escucharle. Rió y criticó por igual. Centro de los centros, se
mostró y exhibió sus interioridades como si de un vendedor de inmuebles se tratara.
Este Dani está cambiado. En ocasiones, sigue quejándose en el campo, pero él
también parece acorazado frente a los embates del picado mar muntanero. Mi
absurda teoría respecto al cambio mental del bueno de Dani tiene que ver con su
estabilidad conyugal. Especulo y fantaseo con una teoría: Eli, terapeuta de
profesión, ha tomado las riendas de la relación y de su capacidad amorosa y eso
ha devenido en una modificación sustancial de la escala de valores de nuestro
amigo. Su desempeño sobre el terreno de juego ya no es fuente ni origen de
depresión y alicaimiento. ¿Por qué? Porque ahora su señora le hace caso. Existe
alguien que le dice que sí, que sí cari, que tienes razón, que sí, cari, que
tienes unos ojos muy bonitos y no hay nadie que haga el amor mejor que tú, que
sí, cari, que te quiero más que a nada en este mundo, que te quiero marques más
o menos goles, que te querría aunque fueras diestro. Y Dani es diferente dentro
de su similitud, la calidad de su simpatía es diferente dentro de su simpatía
natural. Dani mete goles con la derecha. Sigue existiendo un agujero negro de
difícil explicación científica tras su espalda pero su actitud remonta el vuelo
sin cesar. Y ello le hace acreedor de más y mejores oportunidades, de más y
mejor presencia, de una mayor entidad, de una mayor capacidad y de una mayor
capitalización de la confianza de todos los compañeros. Dani, imbuido de un
espíritu juguetón y atolondrado, sujeta su vida a través del amor, como lo
intentamos todos, solo que él lo manifiesta y lo expone, lo muestra, igual que
muestra su fútbol, con sus carencias y sus fortalezas, sus debilidades y sus
aplomos. Ayer Dani también llegó blindado, tanto, que tras absorber el agujero
negro de su retaguardia el primer gol rival, tiró de imaginación y se colgó de
la lámpara de su absoluta locura para inventarse el primer gol (golazo) con la
derecha que yo le recuerde. Gol clave. O gol llave. Llave que abrió la puerta
de la esperanza. Llave maestra que abre y cierra, que abrió nuestro ánimo y
cerró de golpe nuestras dudas, llave que no dejó ni que pensáramos en una
eventual derrota, llave que cerró el maldito agujero, abismo diría yo, que se
extiende a la espalda del galán hortense. Dani tiene la llave. Lo que pasa es
que no lo sabe. Él y Desi juegan con las llaves, matarile-rile-rile, matarile-rile-leró.
En el fondo del mar, no, en el fondo de sus conciencias se esconden, en su
interior se esconde el número secreto, el número que abre la caja fuerte de los
éxitos muntaneros. Eli, escrutadora de las psiqués ajenas, tiene una ardua
misión por delante: alumbrar interiores en los que se alojan llaves. Llaves que
son claves.
Por último llegaron los capitostes. Enfundados ambos en sus respectivas
gorras. Ataviados entre la modernidad y el extrarradismo que les confiere su
origen, a caballo entre su genética rural y provinciana y su cultura importada y
de nuevo cuño, navegantes ambos del subsuelo condal unos minutos antes. Yeyu y
Manel. Manel y Yeyu. Ambos guardianes de nuestras espaldas y nuestras erratas,
capaces de condonar un despiste saliendo al corte con velocidad. Eugenio,
disciplinado, férreo y afilado. Apareció en el pabellón porteando un saco de
balones y salió cargando con uno de buenas acciones defensivas. Ambos salvaron
goles ya cantados por los otros verdes. Yeyu plantó el escudo y Manel ejecutó
su típico baile jacksoniano para desbaratar la más claras de las ocasiones
rivales. Ambos capitanes generales. Yeyu desde la atención concentrada, desde
el trazo invisible de los movimientos y diagonales de compañeros y contrarios,
imaginando antes que viendo, anticipando acciones y rasgando anhelos. Manel,
capitán general de la contención y el sentimiento muntanero, responsable hasta
la desmesura y feliz en su papel de jerarca máximo de la táctica cochinillesca,
por ella animado y especialmente motivado a la hora de destruir el juego
tousiano. Ánimo imperturbable y jefe de la zaga, indiscutible autoridad de
nuestras opiniones y nuestro caminar. Ejemplo a seguir y costurero de
profesión, hilando lo que se desteje en cualquier punto del grupo, asumiendo el
sobrecoste de ceder en sus postulados por encontrar consenso, por velar por
todos y asumir sin pedir a cambio. Maestro en la asunción de otras posturas,
ideas o creencias. Jefe de la mesura y el pluralismo. Amigo leal y
desinteresado que siempre sale en tu ayuda cuando te han superado en el uno
contra uno. Igual que en el fútbol. Eugenio y Manel, auténtica cosecha del 76,
fundadores del entramado esmeralda, miembros de una sociedad validada por el
tiempo y la tempestad. Inoxidables ambos y opuestos de alguna manera.
Diferentes maneras de dialogar pero un mismo objetivo: lo mejor para el equipo.
El yin y el yang, mano derecha y mano izquierda, ductilidad y dureza. Lo uno
dentro de lo otro.
Hace un rato estaba en vena. Ya no lo estoy, sin embargo, mi blindaje sigue
intacto, inalterado, reafirmado tras un duelo de sábado tarde en que uno sale
victorioso y animado. El grito se produjo. La corajuda celebración no faltó en
el vestuario. Salí del recinto cojeando. Sólo era una cojera física.
Mentalmente me sentía liviano, liviano y fuerte, más acorazado que antes, pero
no por el resultado, sino por volver a sentirme conectado.
Esta es la crónica de un paseo, un paseo por el centro de la ciudad y por
el centro de mi alma, por el justo medio de los anhelos de un padre joven pero
jugador veterano. Una excursión de poco más de media hora que me revivió, que
consolidó mis postulados y me llevó más lejos de lo que dice la simple
distancia física. Un caminar sereno que me advirtió de quién era y quién estaba
siendo, que me dijo quién quería ser, que me susurró que no importa lo de
alrededor si tú estás blindado. Lo paradójico del caso es que el verdadero
blindaje sólo tiene que ver con el dejarse ser a pesar de los pesares.
Blindarse no es no sentir, no es dar el poder al que enfoca al que enfoca, ni
dar el poder a los otros. Blindarse, simplemente, significa entender que lo que
uno siente depende de él mismo y de cómo interpreta lo que le ocurre.
Y, por último, esta es la crónica de un viaje en el que me he visto
acompañado por un tipo con coleta y de pelo coloreado. Alguien, que, inopinadamente,
apareció en mi vida para, sin que él lo supiera, recordarme ciertas cosas. A
veces creo que todo esto es como una especie de sueño y que cuando despierte volveré
a estar dos años y medio atrás y que todo lo sucedido simplemente será una
historia que ha creado mi mente para dar sentido a algunas cosas. No creo en
dioses ni en destinos. Creo que cada uno determina su futuro a través de sus
acciones u omisiones, pero (dichosos peros) también pienso que el sentido de
los sucesos y de los acontecimientos vitales lo crea cada uno y que,
precisamente esa dotación de sentido es lo que hace que uno tenga la sensación
de que lo que le ocurre forma parte de su historia. Aún no entiendo qué
significado tiene en mi vida la aparición de un tipo adoptado por este país y cuya
profesión es la de artista, lo único que sé es que darle sentido a todo ello me
corresponde a mí. Es mi responsabilidad. Es nuestra responsabilidad compartida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario