Un poco de agresividad sobre la pista es bueno: es necesario oponer
resistencia al rival, proyectar sobre él cierto grado de autoafirmación para
que se dé cuenta de que estamos ahí, para que perciba que estamos muy presentes
y que le será difícil superarnos. Pero es muy distinto el hecho de expresar esa
agresividad de una forma inteligente, dirigiéndola hacia objetivos deportivos
como, por ejemplo, chutar a gol con potencia, que hacerlo de forma
descontrolada, proyectándola hacia los tuyos. El hecho de volcar la propia
frustración y la propia impotencia en el compañero más cercano nada tiene que
ver con el significado de ser agresivo en el campo. Eso no es ser agresivo, eso
es ser un irresponsable, pues es responsabilidad de cada uno contener las
propias emociones y los propios sentimientos tóxicos en aras de no perjudicar a
los que presuntamente están de tu lado.
La ira mal enfocada o descontrolada sólo nos perjudica. Es cierto que se
necesita un punto de mala leche en el campo, pero sólo un punto, un punto
contenido y concentrado en el foco adecuado, es decir, un punto de agresividad justo
donde hay que situarla y no en otro sitio: en las disputas, en los repliegues,
en los chutes a puerta, en los forcejeos por ganar una posición. Es en esos
espacios en los que ha de actuar la ira o la agresividad. Pero hay que ser muy
responsables para gestionarla adecuadamente. Y hay que ser adulto para
responsabilizarse de lo que hacemos con ella. Uno de nuestros profundos
problemas es que no nos hacemos responsables de nuestros estados de ánimo
durante los partidos, ni de eso ni de las palabras que dirigimos a compañeros,
árbitros o rivales. Y eso nos desenfoca y nos saca de los partidos, partidos
como el de ayer, partidos en que, sin ser brillantes, nos dimos cuenta de cómo
teníamos que jugar para poder ganar, partidos en los que no empezamos bien pero
en los que aprendemos sobre la marcha y cambiamos para generar problemas a los
contrincantes. Partidos que, de igual manera, parecen transmutarse en infiernos
cuando perdemos la cabeza. Pero el infierno no es el rival ni el árbitro. El
infierno somos nosotros mismos y la pérdida transitoria de nuestra cordura.
Es una opinión personal, una mera percepción, pero creo que nuestro mayor problema
no se encuentra en nuestra falta de capacidad técnica o táctica. Yo creo que
nuestro gran mal es la falta de contención. Y eso, tristemente, es difícilmente
solucionable sin una toma de conciencia previa y algo más de autocrítica por
parte de todos. Insisto, hasta que no nos sentemos a hablar de ello y
establezcamos un compromiso verdadero para autocontrolarnos es muy difícil que
evolucionemos. Y, al hilo de esto, es bueno recordar que a medida de que el
tiempo pasa nuestro vínculo con el fútbol se hace menos estrecho. Por el
contrario, los lazos personales, los afectos, son susceptibles de hacerse más
intensos. No confundamos los términos de la ecuación, porque entonces no habrá
ni fútbol ni lazo personal.
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