jueves, 1 de marzo de 2012

FIGHT CLUB

Hacía mucho tiempo que no aguantaba más de media hora seguida sentado en el sofá para ver una película. Ayer lo hice. El largometraje en cuestión era El Club de la Lucha, película protagonizada por Brad Pitt y Edward Norton y que se estrenó en los cines hace ya algunos años. Pues bien, al igual que me ocurrió con Matrix, la peli de ayer me sorprendió mucho tiempo después de que todo el mundo la hubiera visto ya. No es que no me guste el cine, es que la televisión me suele conducir al aburrimiento y la postración intelectual, así que no le concedo demasiadas oportunidades. Sé que no soy justo. Hay material audiovisual muy bueno y todavía hoy en día se emiten programas de calidad (pocos) en algún canal que otro pero el simple hecho de tener que discriminar entre tanta basura me agobia bastante, sobre todo teniendo tres o cuatro libros esperándome sobre la mesita de noche o algunas páginas de Internet relacionadas con mis aficiones a la distancia de un solo clic.

Tiendo a obviar el prime time. Mi tiempo de visionado se reparte entre los canales de noticias y los canales deportivos, procurando guardar un justo equilibrio entre aplacar la necesidad de verse a uno mismo como una persona informada, pendiente de la rabiosa actualidad, y disfrutar íntimamente de la alienación que produce la contemplación de tipos corriendo en calzones y que se parten la cara por alcanzar un balón. Es mi rutina: noticias y deporte. Hasta que me topo, normalmente a petición conyugal, con alguna que otra opción diferente y que, inopinadamente, atrae mi atención. Fight Club me enganchó porque activó algo en mi interior. Me está haciendo pensar. Y eso me gusta.

El film dirigido por David Fincher te pone contra las cuerdas. ¿Es la violencia gratuita una pulsión innata en el hombre? ¿Te puede hacer sentir más vivo el hecho de dar rienda suelta a los más bajos instintos? ¿Es antinatural no expresar la propia agresividad? ¿Radica el verdadero sentido de la vida en la ausencia de miedo? ¿Depende de uno mismo vivir sin ese miedo? ¿Es al dolor, físico o psicológico, a lo que finalmente tememos? ¿Tenemos todos, en cierto modo, dos aspectos que pugnan entre si? ¿Cuál sería mi yo disociado? Y, voy más allá, ¿es la enfermedad mental una última llamada hacia la verdadera lucidez? ¿No es una persona aquejada de una patología mental alguien que está recibiendo un cruel mensaje de despertar? ¿No seremos los demás los insanos? o, visto de otro modo, ¿no será que no nos aceptamos tal y como somos y por eso recreamos una imagen ideal de quiénes queremos ser?

La mente humana es indescifrable. Sabemos lo justo acerca de ella. Por conocernos a nosotros mismos pasa un futuro mejor, más acorde con nuestras verdaderas necesidades, por conocernos de forma honesta, sin mentiras, sin puntos ciegos autoimpuestos, sin mecanismos de defensa con los que proteger nuestra interioridad. Uno de los mensajes de la película es precisamente ese: afronta el futuro tal y como venga, sin necesidad de controlarlo. Porque, en el fondo, la necesidad de control, ¿a qué responde? ¿No será a un miedo irracional hacia lo que ha de venir? ¿No será un miedo a experimentar, a vivenciar aspectos de nosotros mismos que no cuadren con la imagen que albergamos de ellos? En mi opinión, el planteamiento de la película lleva esta cuestión al extremo pero pienso que es una buena manera de empujar al espectador hacia su propio abismo.

Y, es que, ¿qué mayor abismo que el de los propios temores?

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