miércoles, 29 de febrero de 2012

TENDINITIS

Diez kilómetros a buen ritmo y uno más al trote para reciclar el lactato. Hoy me duele en la zona externa de la rodilla derecha. No es un dolor demasiado agudo pero sí testarudo. Digo yo que será tendinitis. Creo que el problema son las últimas zapatillas que compré. Eso y que llevaba más de un mes sin salir a correr. La ola de frío y de compromisos futboleros me han retraído en los últimos tiempos, pero lentamente empiezo a salir del letargo.

La llegada de la primavera me incita a volver al asfalto. Una temperatura más agradable me invita a tomar la calle. Me visto de forma austera, ese concepto tan de moda en los últimos tiempos. Camiseta técnica, pantalón de atleta, un pantalón extremadamente corto, calcetines negros, zapatillas y un reloj que además de los tiempos mide las distancias. Así salgo a la calle. Así salgo a conquistar el mundo exterior, un mundo próximo y miles de veces por mí transitado, un mundo usado pero aún con calles por descubrir.

Llevo relativamente poco tiempo corriendo. Aún así ya tengo un historial suficientemente extenso como para confeccionar el mapa de mis manías en esto del fondo.

Al principio salía a correr por los alrededores de mi hogar. Repetía estoicamente un circuito del que conocía de memoria su longitud: 1,7 kilómetros. Me gustaba rebajar los tiempos que marcaba en cada vuelta. Mi objetivo era el de hacerlo cada vez más rápido.

Al cabo de los meses empecé a perder el interés por aquel recorrido. Más que aburrirme creo que lo que me pasaba es que me sentía atraído por alejarme de mi entorno, quería dejar de ver las mismas caras, dejar de cruzarme una y otra vez con las mismas personas. Así empecé a salir de los límites de mi localidad en las cada vez más frecuentes excursiones. Y así empecé a alejarme, poco a poco, del barrio en el que vivo. El recorrido que más me gustaba era el que hacía hasta llegar a casa de un amigo, atravesando cuatro municipios diferentes, municipios que limitan entre sí y cuya frontera es prácticamente indescifrable, municipios parecidos en muchas cosas, semejantes en lo estructural y en lo social, municipios alineados y guarnecidos por metros y metros de fachadas descoloridas y alquitrán envejecido, un alquitrán maltratado por el imparable trasiego de los vehículos de motor: motocicletas, coches, furgonetas, autobuses o camiones que rompen el piso. Son municipios nacidos al amparo del Llobregat, encajonados entre la ribera oriental del río, el parque de Collserola, el mar y la ciudad de Barcelona, esa gran urbe que todo lo arrastra y cuyas arterias conectan con avaricia el entramado suburbial.

Empecé a correr hasta el lecho del río. A cruzarlo sobre un puente pintado con miles de graffiti, coloreado hasta la saciedad por todo tipo de personas, artistas o gamberros o artistas y gamberros a la vez. Una manera, la de plasmar gráficamente el propio nombre, de decir éste soy yo, de reclamar la atención que todos pretendemos.

Un día, sin venir a cuento, decidí cambiar de ruta. Dejé atrás el parque de siempre y giré a la derecha. La cuesta era criminal. Llegué hasta arriba sin pararme. Una vez allí, bajé un poco el ritmo y recuperé el pulso. Entonces, seguí subiendo. Y me fui alejando hasta llegar a un hospital del que sólo había escuchado el nombre. Me costó volver porque me había alejado más de lo acostumbrado, pero fue ese día en el que empezó a inocularse en mi sangre el virus de la lejanía, ese extraño virus que vive en mí y que ahora me empuja a moverme por donde no solía, a callejear a donde quiera que vaya, a escrutar nuevas plazas, a extraviarme conscientemente porque no quiero volver a pisar terreno conocido, una atracción creciente a correr por empinadas calles, por subir pendientes que me dejan en vilo, que me exprimen y me dicen que me joda, que yo lo he querido. Y cada vez me importa menos el circuito y más la exploración. Y cambio la linterna y el sombrero de cazador por las zapatillas de running y el pulso acelerado.

Ahora visito otro hospital, el que me vio nacer. Lo rodeo y me hace gracia pensar que ya han pasado más de treinta años desde que mi madre me alumbrara en una de sus estancias. Me interno por zonas industriales, me interno en ellas y recorro sus calles como si de un desierto se tratara. Por las noches son zonas sin vida. Imagino mientras atravieso las amplias avenidas de esos polígonos que un coche saldrá de entre las brumas y se cruzará en mi camino. Me veo intentando escapar de la ira de sus ocupantes, una especie de mafiosos que secuestran a corredores de fondo para extirparles los órganos vitales y después traficar con ellos en el mercado negro. Me veo siendo el hígado de un famoso empresario, excretando bilis porque el Gobierno está tardando más de la cuenta en estipular por decreto el despido libre. Me veo siendo el corazón excitado de un prestigioso político adicto a la cocaína, un político que paga mucho dinero por corazones de contrabando, el dinero que expolió de los fondos públicos y que hoy guarda en su cuenta bancaria de Suiza. Entonces oigo el ruido de un motor y me sobresalto. El coche pasa de largo y me digo que lo mío no es normal, que, por muy rápido que corra, mi mente siempre me rebasa.

Y sueño con mi hijo. Y evoco otros recuerdos que me acompañan en la carrera y que por arte de magia se forman y se diluyen, atravesando algunos mi conciencia, expectantes otros para volver en las innumerables ensoñaciones diurnas. Y pienso en mi mujer y en mis amigos. En mi familia. En música y libros. Me viene a la memoria el gol fallado y siento frustración, pero en seguida me descubro celebrando el otro que sí metí. Cierro el puño sin darme cuenta en señal de júbilo, reivindicándome de nuevo, convenciéndome de que aún juego bien. El tiempo discurre de forma diferente y a cada paso que doy, y de forma inexplicable, me acerco. Y me vuelvo a acercar. Pero no llego. Nunca llego.

No hay comentarios: