lunes, 5 de marzo de 2012

PASAJEROS AL TREN


Cierro los ojos y me dejo llevar. Nos abrimos paso entre el gentío y saludamos a todas aquellas personas que se agolpan en los costados del camino, admirando ellos entre sorprendidos y divertidos el cansino trajinar de aquel tren en miniatura. La serena calidez de un domingo del mes de marzo nos acompaña durante el trayecto, un recorrido de apenas cinco minutos dando vueltas a lo largo y ancho del parque, un parque por el que tantas veces he transitado y que hoy me parece de unas dimensiones diferentes, teñido de otras luces y configurado por otras formas y texturas. Un parque clónico pero a la vez inexplorado.

El conductor reduce la velocidad y espera a que dos niñas crucen las vías con sus bicicletas. El vendedor de globos de colores, apostado bajo los soportales del edificio municipal, hace su agosto entre tanto padre de fin de semana, padres y madres que se sienten inconfesablemente culpables, sustitutos de los abuelos a tiempo completo, de los abuelos que ocupan lugares que no les pertenecen pero que nuestra moderna sociedad ha elegido para hacerse cargo de sus hijos, los hijos de tantos y tantos hipotecados, personas que invierten su tiempo en trabajos mal remunerados pero de los que dependen para pagar la terrible deuda que estrangula su libertad, abuelos y abuelas que podrían tomarse un respiro ese día pero que acaban dejándose llevar por la alegría innata de sus nietos (y su tiranía) y bajan a verles correr y a jugar al escondite con ellos, riendo juntos entre los frondosos árboles que abundan por todo el recinto.

Vuelve a reducir la velocidad a la espera de adentrarnos en el oscuro túnel y el pequeño observa su entorno con avidez. Nuevas sensaciones y nuevos colores. Movimiento inesperado. No tiene miedo. Los brazos de su madre rodeándole la cintura y la presencia de su padre justo frente a él le invitan a obviar su fragilidad y dependencia. De vez en cuando me giro y lo miro durante unos segundos para asegurarme de que está bien y de que disfruta de un viaje que para él es eterno y genial. Llegando al final el tren aminora la marcha y se interna en la diminuta estación, un entresijo de vías y cemento que parece de mentira, un entramado de carriles y hormigón de tamaño reducido. Paramos y lo cojo por las axilas para poder izarlo. Lo llevo en volandas entre semejante tumulto y se le cae el chupete de tanto reírse. Sigo los pasos de mi mujer en dirección a las mesas engalanadas. Hoy cumple años la hija de unos amigos y hemos ido a celebrarlo con ellos. Yo, algo somnoliento pero inesperadamente feliz por el viaje en tren, me digo que las circunstancias cambian casi sin que uno se dé cuenta de ello. No hace tanto tiempo que el domingo por la mañana no existía para mí. No hace demasiado que a esas horas de un domingo dormía a pierna suelta, levantándome como mucho para orinar la cerveza ingerida horas antes o bien para beber un trago de agua, sintiéndome entonces algo aturdido pero consciente de no tener que volver a levantarme de la cama hasta que me viniera en gana. Desde luego no hace tanto de aquellos otros domingos en que me despertaba el timbrazo perpetrado por mi amigo, siempre más diligente que yo a la hora de despertarse, vital a pesar del dolor de cabeza que a esas horas compartíamos y que nos acompañaría en el trayecto que llevaba de nuestro hogar al campo de fútbol y que tratábamos de aliviar a base de bromas y anécdotas acaecidas tan sólo unas horas antes, horas ya lejanas en nuestra memoria de universitarios a tiempo parcial. Mi amigo Sebastián, un compañero de viaje que siempre esperaba pacientemente a que me vistiera y apurara el sempiterno vaso de leche antes de ir a despellejarnos las rodillas en los campos de tierra de nuestra ciudad, corriendo en pos de una pelota a la vez que esquivábamos las acometidas de rivales más expertos, más golfos y malintencionados que nosotros, siempre tan ingenuos y ávidos de balón, llegando siempre tarde a las convocatorias por mi culpa y mojándonos la cabeza antes de empezar el partido para que el helor del chorro se llevara por el desagüe los restos del alcohol bebido y el tabaco adherido a nuestros pulmones, dejando a un lado el malestar para correr más que nadie, para saltar más que nadie, para transcendernos a nosotros mismos sintiéndonos parte de un equipo, sumando nuestras conciencias a la conciencia de los demás compañeros, para dotarnos de una identidad grupal, la de un montón de jóvenes de extrarradio que buscan redimirse a través del juego y la mutua lealtad.

La vida le cambia a uno sin enterarse siquiera. Los domingos ya no son los mismos que los domingos de antaño. Antes cuarteaban mi piel la tierra y el sol del mediodía, un sol que bañaba con sus invisibles rayos los campos de fútbol del área metropolitana. Ahora lo hace la resistencia del aire cuando lo surco subido encima de un tren en miniatura y con mi hijo apoyando sus diminutas manos en mi espalda.  Hace pocos años no era capaz de imaginarme algo así. Hoy me parecen domingos remotos aquéllos en los que casi no había tiempo de dormir, domingos de embriaguez y aturdimiento en los bares del Poblenou y que continuaban resistiéndose a extinguirse con la emoción inmediatamente posterior que disparaba en mí la disputa de un partido matutino, aquellos domingos en los que caía rendido después de comer atropelladamente y en silencio lo que mi madre había cocinado con tanto esmero unas horas antes, esperando ansiosa a que volviera sano y salvo después de tanto trasiego nocturno, a que descansara por fin, hastiado de tanta abulia y tanta rebeldía absurda, cansado, creo, de tanto hacer lo que quería sin ofrecer explicación alguna a quien tanto se desvelaba por mis ausencias y que tanto esperó paciente e inútilmente algún gesto de cariño que compensara el brutal esfuerzo realizado, la descomunal brega por los suyos, seres infinitamente desagradecidos y ciegos de egocentrismo. Injusticias de adolescente, de joven que no quiere cargar con el peso de la responsabilidad por miedo a defraudarse a si mismo, temeroso de lo que se le viene encima y buscando en el exterior lo que no se atreve a buscar dentro.

Pero no se puede escapar de la realidad. Al menos no por mucho tiempo ya que la vida te acaba pidiendo cuentas más tarde o más temprano. El que escapa no sabe (aunque sí intuye) que a la vuelta de la esquina siempre estará su conciencia, esperándole con un mazo en la mano, la muy hija de puta, para zurrarle bien fuerte en la cabeza, para hacerle despertar de una vez por todas. Sólo hay dos alternativas frente a eso: dejar de huir y enfrentar las propias bajezas o ponerse un casco bien duro y esperar a que la del mazo deje de golpearle. El que renuncia a huir sufre y siente dolor pero se da cuenta de ello y dispone de cierto margen de maniobra para cambiar su destino. El que renuncia a huir acepta el sufrimiento a cambio de autonomía, a cambio de no ceder más poder al otro, a cambio de por fin reconocerse en el espejo. El que se pone el casco, por el contrario, aguanta los estacazos de su conciencia  creyendo haber encontrado la fórmula del éxito pero de lo que no se da cuenta es de que en realidad lo que está haciendo es enclaustrarse en el interior de su propia coraza. El portador del casco cree que no sufre pero lo único que consigue es efectuar un trueque maligno, intercambiando lucidez por anestesia, sin percatarse del precio que está pagando en términos de ignorancia y dependencia, obviando que el tributo que se paga por evitar el dolor siempre es demasiado elevado. Los cambios se dan, lo aceptemos o no. Ha llegado la hora: pasajeros al tren.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso texto, felicidades

The butcher

Anónimo dijo...

Felicidades por el texto y por el blog entero !