Se incorpora y tira de la cadena. Baja un poco el volumen del reproductor y
luego humedece su cara con agua caliente. Tiene las manos heladas. El vapor
empieza a empañar el espejo donde ahora contempla aquel rostro tan extraño y cambiante.
Ha decidido afeitarse para ser testigo de algún cambio. Se ha dado cuenta de
madrugada. Se ha percatado, aún no sabe si durmiendo, despierto o mientras hablaba
con alguno de sus amigos, de que necesita comprobar que es capaz de producir
modificaciones en su vida de forma intencionada. Por fin toma conciencia de la
realidad. Y descubre que las decisiones llevaban mucho tiempo tomadas. Por eso
se afeita, para ser agente y a la vez testigo de un cambio, para demostrarse a
sí mismo que él hace lo que dicta su propia voluntad y, sobre todo, para no dejarse arrastrar por
la convicción de que es un títere del destino o de los designios de algún ente
exterior. Está a punto de cortarse por propia iniciativa, cree que la sangre
será una prueba tangible de su certeza. Renuncia a ello y sonríe al ver la
diferencia existente entre las dos mitades de su cara, entre la mitad afeitada
y la otra media, aún barbuda. Parecen las caras de dos personas diferentes. Se
pone de perfil y cuando se mira al espejo de nuevo toma un gesto afectado y
pronuncia unas palabras en tono grave. Después se gira, dirige su mirada a la
otra mitad y entonces pone una voz más aguda. Deja caer la cuchilla en la pica
y se agacha para abrazarse de nuevo a la taza del váter. Vomita un poco más. Ya
prácticamente no sale nada de su exhausto estómago, sólo un hilo de saliva
matizado con algo de bilis verdosa. De rodillas, llora. Es un llanto
desprovisto de pensamientos. Es su cuerpo entero el que llora, el que se sabe
derrotado. Ni sabe ni puede ni quiere salir de este estado. Cree, de algún
modo, que lo tiene merecido, que no es digno de felicidad. Siente que es un
cobarde. Es testigo de todo ello y decide sumergirse en la amargura, se llena
de pena para ver si ésta le ayuda a entender todo lo sucedido en los últimos
tiempos. Se deja llorar para ver si de esta manera identifica qué es lo que ha
muerto dentro de él. Lo sabe, pero no quiere reconocerlo aún, no quiere
reconocer que hace mucho que lo entendió. Demasiado tiempo en aquella casa,
demasiado tiempo con aquella mujer, ya casi una extraña para él. Ahoga el
sonido de su garganta apoyándose en la toalla. No quiere despertar a los niños.
Su sentido de la responsabilidad sigue siendo superior al malestar y a las
ganas de salir corriendo de allí. Sabe que en un rato pasará lo peor y que podrá
volver al juego sin necesidad de esforzarse mucho. Necesitará una nueva dosis
de anestesia, pero ya se ha acostumbrado a obviarse a sí mismo. Sólo necesita
unas horas para recuperarse. Entonces, cuando ya cree que no puede más, coge su
Iphone y tuitea la foto de su rostro a medio afeitar. Le gusta el efecto visual de la
imagen distorsionada que se refleja en el espejo cubierto de vapor. Acaba el trabajo y vuelve a
la cama. Abraza a su mujer y cree dormirse mientras se pregunta si todo aquello
no está siendo más que un mal sueño provocado por el alcohol.
jueves, 19 de diciembre de 2013
domingo, 15 de diciembre de 2013
EL PODER DE UN PASEO
Había decidido caminar. Un beso a mi mujer, otro a mi hijo y rumbo a la
pista en la que estaba previsto jugar el partido en aquella amable tarde de
sábado, tarde amable y cuidadosa con el errar del caminante, un caminante menos
aterido que en días anteriores, más liberado de su propio interior y más
dispuesto a dejar vagar la imaginación. Mi decisión de recorrer un par de
kilómetros a pie no fue vana. A veces necesito aislarme en mi solitario caminar
para aclararme, para repasar el sentido de mis actos, que, por otra parte,
suelen ser en un alto grado inconscientes. No sabía en qué quería pensar, pero
intuía que necesitaba hacerlo, dejarme llevar por el corazón del distrito de
Les Corts para encontrar en algún rincón de él la respuesta que no estaba
encontrando en los últimos tiempos. Lo malo es que tampoco sabía cuál era la
pregunta. Crucé Numancia y llegué a Déu i Mata. El peso de la mochila me
retornaba al presente, pero yo, testarudo, reubicaba el armatoste y volvía a la
meditación. Empecé a saber qué buscaba en la Plaça de Comas: por qué necesitaba
caminar antes de un partido. Crucé Carles III con la mente puesta en qué estaba
ocurriéndome para que deseara tomarme un tiempo para estar solo conmigo durante
los momentos previos a una tarde de fútbol, ideas revoloteando, yendo y
viniendo, sabedoras de algo que todavía yo no sabía. Momentos de introspección
sobrevenida, conscientemente buscada a pesar de la inconsciencia subyacente, de
nuevo la irresoluble contradicción en la que vivo, la misma por la que aparezco
y desaparezco ante mí mismo tantas veces. El lenguaje críptico de mi tránsito
diario. Uno al final se acostumbra. Se acostumbra a entender que sólo entiende
a medias, y, sobre todo, se acostumbra a entender que no tiene por qué
entenderlo todo, mucho menos a sí mismo, por mucho que quiera hacerlo, por
mucho empeño que en ello ponga. Se acostumbra a escuchar. Se acostumbra a
esperar a que, de una vez por todas, se conforme una figura, que ésta emerja
del fondo inopinado, que la luz, por muy opaca y difuminada que se muestre,
acabe por iluminar algún aspecto de la realidad. Es en ese foco en el que me
voy acostumbrando a vivir, en el foco de los matices, en el de las medias
verdades, en el foco de la ambigüedad, la propia ambigüedad de la naturaleza
que nos acoge. Me voy acostumbrando a entender que el foco que creo manejar, el
foco de mi atención consciente, suele estar mediatizado por el foco del foco,
el foco de mi atención escondida, de mi yo escurridizo, el que domina sin ser
visto, el que argumenta y apunta lo que tiene que decir a mi otro yo para que éste
explique el por qué y el cómo. Me he ido acostumbrando a no creerme en exceso
al yo listillo, al que todo lo sabe. Me he acostumbrado a cuestionarlo y a
mirar más allá de la cegadora luz del primer foco. Cuando aguanto sin ponerme
nervioso, cuando contengo el impulso de dejarme llevar por la falsa claridad,
entonces detecto la fugaz sombra del yo agazapado, del verdadero ejecutante, el
que maneja los hilos. Cuestiono al clarividente yo y me apercibo de quién toma
las decisiones, de quién manda realmente. Me percato de quién dirige el foco
del foco. Aunque no siempre lo consigo, porque es un maestro en el arte del
camuflaje y la evitación, un profesional del escapismo de mayúsculo embozo. En
cualquier caso, he aprendido a esperar, a esperarlo. Lo espero corriendo, escribiendo
o caminando, convirtiéndome en mero espectador del diálogo, del juego del gato
y el ratón, el juego del escondite existencial. Miro al crédulo portador del
foco y miro al que maneja el foco del foco y en ocasiones soy privilegiado
testigo de sus interacciones, de cómo uno no se da cuenta de nada y el otro
hace un esfuerzo titánico por mantenerse en el mismo quicio de la puerta, en el
justo medio entre la oscuridad y la claridad, sin mostrarse del todo pero
haciendo acto de mediana presencia para que todo el mundo sepa de alguna manera
que existe, que es. El embozado vanidoso. El petulante director de escena. Y
esperando lo observé, llegando casi a la Maternitat, cada vez más cerca del
recinto deportivo que minutos más tarde acogería mis cada vez menos furibundas
carreras. Fue entonces cuando pude entrever lo que semanas antes ya intuía,
porque el enmascarado se manifiesta siempre a través de la intuición, porque no
se atreve a mostrarse pero siempre quiere ser protagonista, y por ello envía
mensajes acústicos al sordo guía del primer foco, que no se entera mucho y
cuando escucha cree haber encontrado una lúcida respuesta por sí mismo. He sido
yo, parece querer decir el actor oculto, pero no se atreve. Lo que entendí fue
que necesitaba dar una vuelta, un estupendo paseo por el centro del barrio
barcelonés para entender el porqué de mi malestar con el equipo en los últimos
tiempos, de mi malestar conmigo mismo en relación a él. Y, si os soy sincero,
creo que no lo acabé de entender. Ya se sabe, el puto inconsciente nunca es tan
amable, pero sí que recuperé cierta paz conmigo mismo y una extraña apetencia
por el fútbol que llevaba semanas sin sentir. Una descansada meditación que me
devolvió a antiguos derroteros, los de la ilusión a pesar de. Los de las ganas
a pesar de. ¿A pesar de qué? A pesar de la derrota. A pesar de que otros
decidieran tomárselo a mal. A pesar de los gritos, aullidos y ruido exterior.
El trayecto de media hora me había blindado, aquel trazado luminoso, en lo
espiritual, claro, había acorazado de tal manera mis sentimientos que me daba
igual el resultado del encuentro y su desarrollo mismo. Me di cuenta de que
había decidido, sin saberlo, ser feliz a pesar de los pesares.
Me encontré con Galusca, precedido por su sempiterna sonrisa y su coloreado
y encolado cabello. Estrechamos nuestras neuróticas manos y nos dirigimos hacia
uno de los fondos, aquel en el que esperaba paciente la incombustible señorita
Bordés, la Sara, la verdadera y única responsable del sobredimensionamiento de
este club, la que atestigua cada semana que existimos, la que espera sin
esperar, la que mira y observa, e imagina, la que nos da más de lo que ninguno
podamos entender desde nuestro estrecho intelecto. En una esquina, siempre
esperando, derrochando un altruismo poco percibido por imbéciles de nuestro
calibre. Bona tarda, Sara. Ja hi tornem. Un somriure càlid i tornem a començar.
Van llegando los demás: Jesús con el casco en la mano y el caminar erguido; una
postura rígida y el talante afable, postura corporal propia de quienes tienden
a ser deudores de un exceso de responsabilidad, propia de quien reprime la ira
para no dañar a los demás. Está contento el cabrón, un tipo alegre que
encuentra la alegría en algún lugar de su espacio interior, imposible de discernir,
el origen de ese espacio y de esa
alegría cuando luego lo ves sobre la pista, desasistido y obviado por el resto
de compañeros, capaz de sacar petróleo positivo de cualquier situación
potencialmente vejatoria, campeón de campeones en el noble arte del judo
emocional, de convertir la energía agresora en energía agredida al rebotar toda
ella en su panza sanchesca y vital. Ñeti es especial. Ayer jugó realmente bien.
Nadie hubiera dicho que era mejor ni peor que cualquiera de los que pisamos el
ruborizado asfalto de aquel lugar. Acertó arriba y acertó abajo. Corrió cuando
tuvo que correr y paró cuando lo tuvo que hacer. Gran partido el del pratense
pródigo. Luego llegaron Jaime y Raquel, sostén y delegada respectivamente,
sostén él de nuestro juego y poseedor del tempo último de los encuentros y
delegada ella de nuestros acervos y
sentimientos futboleros, custodia de fichas, joyas y más de un impuro
pensamiento. Custodia del custodio de nuestro juego, custodia al cuadrado
entonces. ¿Cómo se llama la cuidadora del cuidador? El cirio verdadero, la
verdadera respuesta religiosa en un cirio y no en cien, la calma espiritual en
él encarnada para dotarnos de mística y pausa. El sosiego azulado que parte de
la suela de su azulada bota derecha. El que amarra el desbocado e intrépido
espíritu grupal, el hombre que susurra al oído del corcel muntanero para que
guarde la compostura y el orden. Keep calm, Monchu. Keep calm, que yo la
aguanto, que yo la piso, chicos, que soy amigo de mis amigos, amigo del control
y el arte de la parsimonia, amigo del balón, que yo lo trato con cariño, que lo
acuno en su justa medida, que lo empano entre pisada y pisada, que lo convierto
en croqueta de difícil digestión para el rival. Y entonces llegan los brothers,
los Justins: Timberlake y Bieber; los zonafranqueses de mi vida, los hermanos
Berruezo, maxi y mini, aunque a veces no sé cuál es más maxi de los dos, si
nuestro hombre elástico o el joven padawan que extrañamente tanto se vuelca en
este equipo de parias. Ambos hicieron lo que saben. Bueno, hicieron muchas
cosas que saben hacer bien: pararon balones de indescriptibles y cambiantes trayectorias,
proyectaron el esférico en perfectas parábolas de más de treinta metros de
recorrido, colaboraron en la gestión de cierres y cumplieron funciones de
auxiliares técnicos, animaron y se retorcieron, tanto en la banda como en el
campo. Los jodidos y carismáticos Berruezos, el competitivo hermano mayor y el
generoso y vital hermano mediano, el del medio de los Chichos, el más artista
de todos. Pero no fue todo lo que he dicho lo que mejor hicieron, no. Lo que
mejor hace un Berruezo es implicarse, es decir, poner el corazón en lo que está
haciendo, y cuando digo el corazón digo los cinco sentidos y un poco más,
porque además de los cinco que estudiamos cuando somos jóvenes existe un sexto,
el jodido e intangible sexto sentido,
que no es más (ni menos) que la intención y el deseo de conseguir que algo
ocurra. Que yo estime a maxi Berru no es una noticia demasiado novedosa, que el
discutiblemente mini me caiga especialmente bien tampoco lo es; por eso, amic,
te garantizo que si existe algún tipo de diablo pactista, éste acabara su
carrera a tu lado.
Desi se quedó un poco rezagado. Observando los movimientos tácticos de los
equipos que recorrían sin demasiado sentido el piso rojizo de enfrente.
Observaba y callaba. De vez en cuando echaba una ojeada a los seguidores del
Atlético Mineiro, pero, básicamente, callaba y observaba, o viceversa. Yo,
acorazado y feliz pasara lo que pasara, lo observaba a él desde la penumbra de
la callada esperanza. Hablaba con Galusca, Jesús y Jaime, pero miraba de
soslayo el semblante de Desiderio. Me recordaba a mí mismo cuando miraba a mi
padre de niño: ¿cómo estará? ¿Estará contento hoy? ¿Estará enfadado? ¿Hoy
gritará? En otras circunstancias el recuerdo de otras latitudes temporales y de
otros deslavazados fragmentos vitales, ya vagas ensoñaciones, me hubiera retrotraído
al molesto pasado y hubiera hecho algo de mella en mi confianza, pero ya he
dicho que la singladura hasta el pabellón me había hecho fuerte, la observación
del evasivo yo y mi toma de conciencia previa, la de que uno puede sentir
compasión de algún aspecto de sí mismo sin caer en victimismos, había
vitaminado y estabilizado la volubilidad de mi carácter. Mantenía mi atención
dividida, una en varios interlocutores y otra en Desi, con el único objeto de
discernir su estado interior, pero no ya para quejarme, tratar de convencerle,
motivarle o mostrarle mi típico apoyo paternalista y fomentador de la
dependencia, no, esta vez no. Simplemente lo observaba para saber a qué
atenerme y para saber si esa tarde íbamos a ser seis o siete jugadores de
campo. Ese lapso de tiempo, diez minutos aproximadamente, dio mucho de sí en mi
cabeza. Tuve tiempo de intercambiar impresiones tácticas con Galu, económicas
con Jaime y absurdas con el Ñeti. Además, tuve tiempo de pensar en todo lo que
había pensado en los últimos meses de Desi. Pensé que había dedicado mucho
tiempo a pensar en qué estaba pensando mi compañero. Pensaba en que quizás
había invertido un tiempo inútil en tratar de provocar un cambio. Eso me llevo
a pensar que, cómo muchas veces, igual me estaba pasando de listo, o de la
raya, o atribuyéndome funciones no otorgadas, o, simplemente metiéndome donde
no me llamaban o creyendo saber más de lo que ya sabía. Pensé que quizás me
estaba equivocando, aunque luego pensé que igual no. En cualquier caso, yo
estaba blindado, llevaba puesto el chaleco antichorradas y ningún Desi de poca
monta me iba a joder el día, nadie me iba a sacar de la senda que había
encontrado a través de las callejuelas del districte de Les Corts. Aún así, no
podía dejar de estudiar sus facciones, de mirar su gesto, de anticipar su
estado anímico. Quería ir y decirle eso de mierdón, qué tal, espero que hoy no
hagas el gilipollas y te dediques a disfrutar. Sí, sí, ya lo sé, tío mierda, ya
sé que soy un pesado y que harás lo que te salga de los huevos, pero mi
blindaje emocional, ése que ha llegado con el ocaso de un sábado de diciembre,
me permite decirte esto sin pestañear. ¿Qué estoy loco?, y tú que sabrás. Estoy
loco por vivir, por jugar a este deporte tan extraño y vitalista, loco por
compartir un rato de todos vosotros y por volver a soñar que no importa el
resultado si nos mostramos como un equipo. Estoy loco porque vuelvas a ser
quién eres, el que se desata y juega. Y juega, del verbo jugar, de retozar, de
desligarse del rol rutinario y zanjar la cuestión con lo que te agobia en el
trabajo. Jugar, de dejarse llevar, de vivir, Desi, cojones, jugar de vivir. El
sentido del juego es el de salir de uno mismo para volver después renovado.
Juega, Desi. Juega al fútbol y juega conmigo y con los demás. Vistámonos de
blanco y verde, o de azul y verde, y ocupemos nuestro lugar en el campo,
ocupemos nuestro rol en el juego. Nos vamos a disfrazar, tío. El sentido del
disfraz es ser quién no eres en el guión establecido de tu vida, el mismo que
te escribe el que guía el foco del que enfoca. Juega para volver a ti
iluminado, ilusionado, para renovarte, y de alguna forma morir. Morir para
nacer, es lo que quieres y no sabes. Mueres con el equipo para nacer después,
para volver a ti habiendo entendido parte de los mecanismos manipuladores del
que vive en tu sombra, de tu yo evasivo. El fútbol lo descubre, y cuando lo ves
y enfocas el foco que él siempre dirige, lo deslumbras y en parte lo
incorporas. Bajan las defensas y defenestras su armadura. Desi, blíndate como
yo lo he hecho esta tarde, paseemos juntos, coño. Y nos blindaremos frente a
nuestros yos gilipollas e inmaduros. Juega, Desi. Juega. Joder, no sé si me
entiendes. Pero no le dije nada, aunque, como si de un telépata se tratara,
Desi volvió a jugar. De una vez por todas se liberó y fue Desi, sublime y
arrollador Desiderio Melús, omnipresente ave Fénix que se rehízo de sus cenizas
en pleno vestuario para volar muy por encima de las cabezas de los asistentes a
aquel terreno de juego. Y desde la cima lo vio todo, desde las alturas lo
observó todo un segundo antes. Corrió-voló por el asfalto, un asfalto más rojo
que de costumbre cada vez que él lo pisaba, porque el Fénix viene del fuego y
consigo lleva fuego. El Fénix-Desi que quemaba el suelo con la planta de sus
pies voladores, el Fénix-Desi que nos aleccionó con su pundonor e intensidad y
que alumbró nuestras conciencias y a ese hijoputa que tanto desenfoca su foco.
Enfocador identificado y ajusticiado, enfocador obligado a alinearse con los
objetivos del ave Fénix-Desi, el rapaz que todo lo caza y todo lo ve.
Bienvenido Fénix, quiero decir, bienvenido de vuelta, si eso puede ser, Desi.
Estuve observando al que yo aún no sabía que iba a ser Fénix hasta que
llegó Dani, sumidero atencional que todo lo arrastra y todo lo absorbe. Uno,
blindado como estaba a esas alturas del día, se dispuso a ofrecer atención al
que la requirió y, tras un canje económico de bastante enjundia para tipos
proletarios como nosotros, rasgué mis vestiduras evasivas y me lancé a la pura
alegría de conversar con mi orondo y risueño amigo. Portaba su mochila a la
espalda y la pequeña bolsa de mano apoyada en su antebrazo izquierdo.
Dicharachero por naturaleza, copó varias conversaciones al mismo tiempo y
lideró el aturdimiento general de todo aquel
que se decidía a escucharle. Rió y criticó por igual. Centro de los centros, se
mostró y exhibió sus interioridades como si de un vendedor de inmuebles se tratara.
Este Dani está cambiado. En ocasiones, sigue quejándose en el campo, pero él
también parece acorazado frente a los embates del picado mar muntanero. Mi
absurda teoría respecto al cambio mental del bueno de Dani tiene que ver con su
estabilidad conyugal. Especulo y fantaseo con una teoría: Eli, terapeuta de
profesión, ha tomado las riendas de la relación y de su capacidad amorosa y eso
ha devenido en una modificación sustancial de la escala de valores de nuestro
amigo. Su desempeño sobre el terreno de juego ya no es fuente ni origen de
depresión y alicaimiento. ¿Por qué? Porque ahora su señora le hace caso. Existe
alguien que le dice que sí, que sí cari, que tienes razón, que sí, cari, que
tienes unos ojos muy bonitos y no hay nadie que haga el amor mejor que tú, que
sí, cari, que te quiero más que a nada en este mundo, que te quiero marques más
o menos goles, que te querría aunque fueras diestro. Y Dani es diferente dentro
de su similitud, la calidad de su simpatía es diferente dentro de su simpatía
natural. Dani mete goles con la derecha. Sigue existiendo un agujero negro de
difícil explicación científica tras su espalda pero su actitud remonta el vuelo
sin cesar. Y ello le hace acreedor de más y mejores oportunidades, de más y
mejor presencia, de una mayor entidad, de una mayor capacidad y de una mayor
capitalización de la confianza de todos los compañeros. Dani, imbuido de un
espíritu juguetón y atolondrado, sujeta su vida a través del amor, como lo
intentamos todos, solo que él lo manifiesta y lo expone, lo muestra, igual que
muestra su fútbol, con sus carencias y sus fortalezas, sus debilidades y sus
aplomos. Ayer Dani también llegó blindado, tanto, que tras absorber el agujero
negro de su retaguardia el primer gol rival, tiró de imaginación y se colgó de
la lámpara de su absoluta locura para inventarse el primer gol (golazo) con la
derecha que yo le recuerde. Gol clave. O gol llave. Llave que abrió la puerta
de la esperanza. Llave maestra que abre y cierra, que abrió nuestro ánimo y
cerró de golpe nuestras dudas, llave que no dejó ni que pensáramos en una
eventual derrota, llave que cerró el maldito agujero, abismo diría yo, que se
extiende a la espalda del galán hortense. Dani tiene la llave. Lo que pasa es
que no lo sabe. Él y Desi juegan con las llaves, matarile-rile-rile, matarile-rile-leró.
En el fondo del mar, no, en el fondo de sus conciencias se esconden, en su
interior se esconde el número secreto, el número que abre la caja fuerte de los
éxitos muntaneros. Eli, escrutadora de las psiqués ajenas, tiene una ardua
misión por delante: alumbrar interiores en los que se alojan llaves. Llaves que
son claves.
Por último llegaron los capitostes. Enfundados ambos en sus respectivas
gorras. Ataviados entre la modernidad y el extrarradismo que les confiere su
origen, a caballo entre su genética rural y provinciana y su cultura importada y
de nuevo cuño, navegantes ambos del subsuelo condal unos minutos antes. Yeyu y
Manel. Manel y Yeyu. Ambos guardianes de nuestras espaldas y nuestras erratas,
capaces de condonar un despiste saliendo al corte con velocidad. Eugenio,
disciplinado, férreo y afilado. Apareció en el pabellón porteando un saco de
balones y salió cargando con uno de buenas acciones defensivas. Ambos salvaron
goles ya cantados por los otros verdes. Yeyu plantó el escudo y Manel ejecutó
su típico baile jacksoniano para desbaratar la más claras de las ocasiones
rivales. Ambos capitanes generales. Yeyu desde la atención concentrada, desde
el trazo invisible de los movimientos y diagonales de compañeros y contrarios,
imaginando antes que viendo, anticipando acciones y rasgando anhelos. Manel,
capitán general de la contención y el sentimiento muntanero, responsable hasta
la desmesura y feliz en su papel de jerarca máximo de la táctica cochinillesca,
por ella animado y especialmente motivado a la hora de destruir el juego
tousiano. Ánimo imperturbable y jefe de la zaga, indiscutible autoridad de
nuestras opiniones y nuestro caminar. Ejemplo a seguir y costurero de
profesión, hilando lo que se desteje en cualquier punto del grupo, asumiendo el
sobrecoste de ceder en sus postulados por encontrar consenso, por velar por
todos y asumir sin pedir a cambio. Maestro en la asunción de otras posturas,
ideas o creencias. Jefe de la mesura y el pluralismo. Amigo leal y
desinteresado que siempre sale en tu ayuda cuando te han superado en el uno
contra uno. Igual que en el fútbol. Eugenio y Manel, auténtica cosecha del 76,
fundadores del entramado esmeralda, miembros de una sociedad validada por el
tiempo y la tempestad. Inoxidables ambos y opuestos de alguna manera.
Diferentes maneras de dialogar pero un mismo objetivo: lo mejor para el equipo.
El yin y el yang, mano derecha y mano izquierda, ductilidad y dureza. Lo uno
dentro de lo otro.
Hace un rato estaba en vena. Ya no lo estoy, sin embargo, mi blindaje sigue
intacto, inalterado, reafirmado tras un duelo de sábado tarde en que uno sale
victorioso y animado. El grito se produjo. La corajuda celebración no faltó en
el vestuario. Salí del recinto cojeando. Sólo era una cojera física.
Mentalmente me sentía liviano, liviano y fuerte, más acorazado que antes, pero
no por el resultado, sino por volver a sentirme conectado.
Esta es la crónica de un paseo, un paseo por el centro de la ciudad y por
el centro de mi alma, por el justo medio de los anhelos de un padre joven pero
jugador veterano. Una excursión de poco más de media hora que me revivió, que
consolidó mis postulados y me llevó más lejos de lo que dice la simple
distancia física. Un caminar sereno que me advirtió de quién era y quién estaba
siendo, que me dijo quién quería ser, que me susurró que no importa lo de
alrededor si tú estás blindado. Lo paradójico del caso es que el verdadero
blindaje sólo tiene que ver con el dejarse ser a pesar de los pesares.
Blindarse no es no sentir, no es dar el poder al que enfoca al que enfoca, ni
dar el poder a los otros. Blindarse, simplemente, significa entender que lo que
uno siente depende de él mismo y de cómo interpreta lo que le ocurre.
Y, por último, esta es la crónica de un viaje en el que me he visto
acompañado por un tipo con coleta y de pelo coloreado. Alguien, que, inopinadamente,
apareció en mi vida para, sin que él lo supiera, recordarme ciertas cosas. A
veces creo que todo esto es como una especie de sueño y que cuando despierte volveré
a estar dos años y medio atrás y que todo lo sucedido simplemente será una
historia que ha creado mi mente para dar sentido a algunas cosas. No creo en
dioses ni en destinos. Creo que cada uno determina su futuro a través de sus
acciones u omisiones, pero (dichosos peros) también pienso que el sentido de
los sucesos y de los acontecimientos vitales lo crea cada uno y que,
precisamente esa dotación de sentido es lo que hace que uno tenga la sensación
de que lo que le ocurre forma parte de su historia. Aún no entiendo qué
significado tiene en mi vida la aparición de un tipo adoptado por este país y cuya
profesión es la de artista, lo único que sé es que darle sentido a todo ello me
corresponde a mí. Es mi responsabilidad. Es nuestra responsabilidad compartida.
domingo, 8 de diciembre de 2013
EL FÚTBOL Y ALBERT
Una madrugada de sábado sin dolores musculares no es una madrugada de
sábado corriente y moliente. Ni los melenudos Kadavar con sus guitarrazos
setenteros me están ayudando a mitigar este vacío pegajoso e impertinente de
fin de semana sin balón. No es que los últimos tiempos se estén caracterizando
por ser los mejores de mi patética y ya algo trasnochada carrera deportiva,
pero lo cierto es que en días como el de hoy, en noches como ésta, me doy
cuenta de que esa idea que de vez en cuando surca mi mente y que tiene que ver
con el fin de mi etapa como jugador amateur aún no es algo que pueda siquiera
valorar como plausible. No mientras llegue un sábado sin fútbol y yo me sienta
de esta manera, tan ajeno a casi todo, tan pendiente de que pasen los próximos siete
días para volver a encarar de mala gana los mensajes contradictorios que me
envía el castigado cuerpo respecto a lo adecuado de seguir persiguiendo a toda
velocidad a tipos diez o quince años más jóvenes que yo. Que ya lo sé, cuerpo,
joder, que ya sé que no eres el mismo que hace un tiempo, lo entiendo, te
entiendo; entiendo tu pesar y escucho tu aullido silencioso, tu advertencia
acerca de lo que te pasará cuando anochezca y la adrenalina de la competición
se tome un respiro, cuando el nervio vuelva a ser sensible y las articulaciones
vuelvan al primer plano de la maldita conciencia. Será entonces cuando maldiga
mi terquedad y mi avaricia de seguir aumentando el enorme capital de recuerdos
futboleros, mi perra de vestir de verde y blanco junto a mis amigos y de introducir
el esférico de cuero en el marco coloreado. Rojo y blanco. O azul y blanco. O
negro y blanco. Será entonces, pero no ahora, ahora sólo añoro y paladeo la
nostalgia de una carrera a todo trapo, persiguiendo el mismo sueño que
perseguía cuando tenía ocho años, el de meter el gol que dibujo en mi
imaginación antes de que se haga realidad, la magia de convertir en acto lo que
unas décimas de segundo antes no ha sido más que idea, más que pura ocurrencia.
El sueño de ejecutar lo pensado, de poner en un solo punto del mapa esférico
todo mi deseo, anhelo y ganas, patear esa cosa redonda con todas las fuerzas de
mi alma y observar, mientras se para el mundo, la trayectoria que toma, la
parábola que dignifica mi endiablada carrera, que le otorga sentido, el golpeo
exacto, el punto culminante de una obra perpetrada en mi mente, hilada por mi
ser y entretejida de tenaz esperanza. La experiencia de la fe recogida en un
ínfimo lapso de tiempo, el que va desde el impacto hasta el desenlace final de
un viaje aéreo, ese que traza la pelota desde que sale del pie hasta que llega
a su estación final, llámese red, mano o pared.
Einstein tuvo que jugar a fútbol, tuvo que dar con la clave y cantar Eureka
cuando marcó gol, cuando su tiempo y su espacio se dilataron tanto que la
conciencia se introdujo a través de ese resquicio para instalarse y decirle al
oído que aquello que acababa de acontecer era un meridiano ejemplo de lo que
llevaba maquinando desde hacía años. El espacio entre disparo e impacto es
igual a eme y ce al cuadrado. ¿Me oyes? ¿Lo entiendes ahora, Albert? Y Albert,
por fin, lo comprendió. Fue entonces, en aquel preciso momento en el que el
balón besó las mallas en el que todo encajó y su visión se hizo hipótesis
confirmada. Y fue entonces cuando, inopinadamente, se abstrajo de tanta fórmula
pensada y de tanta conciencia metomentodo y se liberó de su cognición. Fue
entonces, cuando el balón se alojó en la red, en el momento en el que esa forma
redonda entró en la portería batiendo a su amigo Friedrich, su colega suizo que
hacía las veces de guardameta, cuando dejó de pensar en la relatividad, y dejó
de pensar en la ciencia. Dejó de pensar, a secas. Fue cuando explotó de pura
alegría, de puro gozo, de auténtico y genuino júbilo, el inconfundible explosivo júbilo que a uno le sube desde la
punta de los dedos de los pies y le electrifica el cableado nervioso de todo el
cuerpo cuando mete un puto gol. Y Albert, el bigotudo y bueno de Einstein,
mandó a tomar por el saco a su
raciocinio y se lanzó a una alocada carrera por la verde pradera helvética,
saltando como un salvaje enajenado sin dirección coherente que seguir,
dejándose de remilgos y de impostadas palabras, dejándose de todo y siendo
quien era de una vez por todas, por unos momentos, entendiendo sin entender que
el trazo entre cordura y locura es tan estrecho como la línea que delimita el
suelo de la portería. A veces hay personas que no pueden volver al terreno de
juego de la rutina y de la normalidad y se quedan anclados en su éxtasis o en sus
proyecciones, nunca devueltos al control de la consciencia. ¿De la consciencia?
No creo que pueda ser así. Uno no se siente más vivo ni más consciente que
cuando se deja ser, cuando expresa lo que es, exactamente como cuando metes un
gol. Albert lo entendió, de ahí lo de que el tiempo y el espacio son relativos.
Albert marcó el gol y comprendió. Comprendió que la ciencia es la manera que el
hombre tiene de buscar una explicación al arte. Aunque, a la vez, y en sus
propias carnes, descubrió que el arte requiere ser vivido desde otro plano de
la conciencia.
Por eso no es sano pasar un sábado sin fútbol, porque es pasar un sábado
sin ser.
jueves, 6 de junio de 2013
EL BALÓN
Te ofrezco mi mano. Tú decidirás cuándo tomarla y cuándo no, decidirás en qué momento desasirte para afrontar el futuro sin mi tutela. Necesitas cogerla y también soltarla, todo a su debido tiempo. En cualquier caso, quiero que sepas que siempre estaré al otro lado, esperando tus pases o tus disparos, esos que entrarán en la portería que estaré custodiando sin mucha cautela, más pendiente de tu expresión de alegría que de la trayectoria del balón, el mismo que rueda impulsado por tu pie en miniatura, que rueda y se acerca dubitativo a la línea de gol. Yo te observo divertido y anticipo la alegría de tus brazos alzándose y de tu cara expandiéndose de puro gozo cada vez que el esférico medio deshinchado toca la red. Nos une la emoción de perforar la portería, padre e hijo con la misma inocencia compartida, con la misma referencia en la mirada, la del rectángulo formado por el suelo y los tres palos. La pelota gira y gira y distraída se me escurre entre las piernas. Toca la red y llega tu grito. Gol. Si en ese momento se apagaran todos los focos del estadio, seguiría viendo lo que me rodea, porque no hay luz más intensa que la que irradia tu gesto, esas cejas tan arqueadas, con la boca abierta de par en par mostrando tus pequeñas perlas blancas en forma de dientes. La carcajada que reverbera en mi espíritu paterno, la vibración de la felicidad verdadera entrando por todos los poros de mi piel. Sentirte tan cerca. Emocionarme al contemplarte y emocionarme al entender que por fin sé quién soy. Y todo gracias a ti, y a esa sonrisa impoluta, desligada de toda impureza o de todo sentimiento impostado. Dejarme marcar el gol, ese gol que celebro interiormente más que tú a pesar de que finjo estar contrariado por haberlo encajado, contrariado y falsamente cabizbajo, pero sin quitarte el ojo de encima para no perderme ni un ápice de tu júbilo, de tu vida, de esa inabarcable vida que fluye en todas las direcciones desde el centro de tu ser. Retazos de nuestras vidas, la tuya, la de tu madre y la mía, pedazos de nuestra existencia capturados por un objetivo de forma discreta. Imágenes tomadas desde otro plano, un punto de vista diferente y humano, más humano de lo habitual; desde lo sensible, la sensibilidad del artista que capta una emoción y la expresa a su manera, porque entiende un sentimiento, porque se lo apropia y lo hace suyo, lo interioriza y lo procesa, lo matiza y lo plasma. La deuda impagable con aquel que toca tu corazón de una u otra manera. Gracias por todo. Muchas gracias.
martes, 9 de abril de 2013
PRIMAVERA EN CASA
Parecía que la primavera no iba a
llegar nunca. Los días cortos y fríos del invierno se habían solidificado y se
habían introducido en nuestros espíritus sigilosamente, casi sin hacer ruido,
filtrándose poco a poco a través de la piel y los sentidos. Hoy me levanto y veo
los brotes en los árboles, el sol despuntando entre las nubes y ofreciéndome una
calidad de la luz diferente, más viva, más caliente. Camino por la calle y me
parece que la temperatura es más agradable. Sigo el mismo recorrido que hago
cada mañana, de la escuela del niño al trabajo, y me da la impresión de que las
personas con las que me cruzo se sienten más livianas, más ligeras, como si el
gris plomizo de los últimos días invernales se hubiera marchado para no volver
jamás. Saben que volverá, pero ahora su primaveral conciencia los arrastra por
los derroteros de la vivacidad y la alegría. por la intuición del calor, de las
veladas al aire libre, de las terrazas y las noches templadas del mes de mayo,
unas noches que invitan a ser surcadas, a ser transitadas con esmero y sin
prisas, a ser paladeadas y asimiladas con cariño. Las guirnaldas de las fiestas
de primavera, las trompetas que anuncian la calidez pegajosa del
Mediterráneo, los días en que mi hijo cumplirá dos años, dos años de plenitud
que han redimensionado mi vida, que me han hecho adulto y que me han cambiado.
Dos años más profundos, más conscientes y menos frívolos que los demás, años de
andar de biberón en biberón, de pañal en pañal y de alegría en alegría, todas
ellas muy superiores a las penurias, todas bañadas de su presencia y su sonrisa,
de su vida entera, de esos ojos llenos de inteligencia y curiosidad, de
potencialidades, dos años de amor incondicional, de nuevas perspectivas, dos
años de ti y de tu madre, esa que cada mañana se despierta a mi lado como cuando
teníamos veinte años, con la misma cara de sueño pero la misma fuerza vital de
siempre, la que también veo en ti, la que os conecta cuando os miráis a la cara,
la que fluye sin posibilidad de ser detenida cuando vuestras risas se acompasan
y se convierten en la música celestial que necesitan mis endurecidos oídos para encarar el día con fuerza, dos
años en los que he entendido que soy el tipo más afortunado bajo la bóveda
celeste, esa que los hombres nos empeñamos en destrozar, dos años de felicidad,
a pesar de los dolores, a pesar de los trastornos, a pesar de las penas y de los
problemas. Han sido dos años de sentido y de vida. Os quiero más que a nada en
este mundo. Sólo se me ocurre una cosa: gracias por estar a mi
lado.
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