Una madrugada de sábado sin dolores musculares no es una madrugada de
sábado corriente y moliente. Ni los melenudos Kadavar con sus guitarrazos
setenteros me están ayudando a mitigar este vacío pegajoso e impertinente de
fin de semana sin balón. No es que los últimos tiempos se estén caracterizando
por ser los mejores de mi patética y ya algo trasnochada carrera deportiva,
pero lo cierto es que en días como el de hoy, en noches como ésta, me doy
cuenta de que esa idea que de vez en cuando surca mi mente y que tiene que ver
con el fin de mi etapa como jugador amateur aún no es algo que pueda siquiera
valorar como plausible. No mientras llegue un sábado sin fútbol y yo me sienta
de esta manera, tan ajeno a casi todo, tan pendiente de que pasen los próximos siete
días para volver a encarar de mala gana los mensajes contradictorios que me
envía el castigado cuerpo respecto a lo adecuado de seguir persiguiendo a toda
velocidad a tipos diez o quince años más jóvenes que yo. Que ya lo sé, cuerpo,
joder, que ya sé que no eres el mismo que hace un tiempo, lo entiendo, te
entiendo; entiendo tu pesar y escucho tu aullido silencioso, tu advertencia
acerca de lo que te pasará cuando anochezca y la adrenalina de la competición
se tome un respiro, cuando el nervio vuelva a ser sensible y las articulaciones
vuelvan al primer plano de la maldita conciencia. Será entonces cuando maldiga
mi terquedad y mi avaricia de seguir aumentando el enorme capital de recuerdos
futboleros, mi perra de vestir de verde y blanco junto a mis amigos y de introducir
el esférico de cuero en el marco coloreado. Rojo y blanco. O azul y blanco. O
negro y blanco. Será entonces, pero no ahora, ahora sólo añoro y paladeo la
nostalgia de una carrera a todo trapo, persiguiendo el mismo sueño que
perseguía cuando tenía ocho años, el de meter el gol que dibujo en mi
imaginación antes de que se haga realidad, la magia de convertir en acto lo que
unas décimas de segundo antes no ha sido más que idea, más que pura ocurrencia.
El sueño de ejecutar lo pensado, de poner en un solo punto del mapa esférico
todo mi deseo, anhelo y ganas, patear esa cosa redonda con todas las fuerzas de
mi alma y observar, mientras se para el mundo, la trayectoria que toma, la
parábola que dignifica mi endiablada carrera, que le otorga sentido, el golpeo
exacto, el punto culminante de una obra perpetrada en mi mente, hilada por mi
ser y entretejida de tenaz esperanza. La experiencia de la fe recogida en un
ínfimo lapso de tiempo, el que va desde el impacto hasta el desenlace final de
un viaje aéreo, ese que traza la pelota desde que sale del pie hasta que llega
a su estación final, llámese red, mano o pared.
Einstein tuvo que jugar a fútbol, tuvo que dar con la clave y cantar Eureka
cuando marcó gol, cuando su tiempo y su espacio se dilataron tanto que la
conciencia se introdujo a través de ese resquicio para instalarse y decirle al
oído que aquello que acababa de acontecer era un meridiano ejemplo de lo que
llevaba maquinando desde hacía años. El espacio entre disparo e impacto es
igual a eme y ce al cuadrado. ¿Me oyes? ¿Lo entiendes ahora, Albert? Y Albert,
por fin, lo comprendió. Fue entonces, en aquel preciso momento en el que el
balón besó las mallas en el que todo encajó y su visión se hizo hipótesis
confirmada. Y fue entonces cuando, inopinadamente, se abstrajo de tanta fórmula
pensada y de tanta conciencia metomentodo y se liberó de su cognición. Fue
entonces, cuando el balón se alojó en la red, en el momento en el que esa forma
redonda entró en la portería batiendo a su amigo Friedrich, su colega suizo que
hacía las veces de guardameta, cuando dejó de pensar en la relatividad, y dejó
de pensar en la ciencia. Dejó de pensar, a secas. Fue cuando explotó de pura
alegría, de puro gozo, de auténtico y genuino júbilo, el inconfundible explosivo júbilo que a uno le sube desde la
punta de los dedos de los pies y le electrifica el cableado nervioso de todo el
cuerpo cuando mete un puto gol. Y Albert, el bigotudo y bueno de Einstein,
mandó a tomar por el saco a su
raciocinio y se lanzó a una alocada carrera por la verde pradera helvética,
saltando como un salvaje enajenado sin dirección coherente que seguir,
dejándose de remilgos y de impostadas palabras, dejándose de todo y siendo
quien era de una vez por todas, por unos momentos, entendiendo sin entender que
el trazo entre cordura y locura es tan estrecho como la línea que delimita el
suelo de la portería. A veces hay personas que no pueden volver al terreno de
juego de la rutina y de la normalidad y se quedan anclados en su éxtasis o en sus
proyecciones, nunca devueltos al control de la consciencia. ¿De la consciencia?
No creo que pueda ser así. Uno no se siente más vivo ni más consciente que
cuando se deja ser, cuando expresa lo que es, exactamente como cuando metes un
gol. Albert lo entendió, de ahí lo de que el tiempo y el espacio son relativos.
Albert marcó el gol y comprendió. Comprendió que la ciencia es la manera que el
hombre tiene de buscar una explicación al arte. Aunque, a la vez, y en sus
propias carnes, descubrió que el arte requiere ser vivido desde otro plano de
la conciencia.
Por eso no es sano pasar un sábado sin fútbol, porque es pasar un sábado
sin ser.
1 comentario:
El vacío existencial toma sentido si deja lugar a textos de ese calibre.
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