Me llamaba la atención el continuado trajín de aquella esquina. Era evidente que ese punto era el lugar de paso de cientos de personas. Quizás interconectaba dos centros neurálgicos del barrio. Quizás su cercanía a la estación de metro lo convertía en un estratégico emplazamiento para los viandantes. Aún así, la gente pasaba a mi lado sin mirarme, embotados en sus propias mentes, divagando, planificando el futuro o discutiendo consigo mismos acerca de algún acontecimiento pasado. Yo estaba sentado en la escalera de un portal cualquiera, uno de los cientos de portales iguales de aquel vecindario. Escuchaba Los Planetas en mi MP3. Para mí, el MP3 era lo máximo, era mi entrada triunfal en el mundo tecnológico. Aquel aparatejo era el futuro mismo encajado en unos pocos centímetros. Sin embargo, y a pesar de mi fascinación por aquel instrumento de ciencia ficción, mis amigos me miraban con cara rara cuando les decía que utilizaba un MP3 para escuchar música. Alguno se reía y me explicaba, con la compasión del que trata a un niño enfermo, que el MP3 formaba parte de la prehistoria, que había que evolucionar, que hoy en día sin un terminal con conexión a Internet no eras nadie. En pocas palabras, me trataban de gilipollas. Me daba igual. A mí, el MP3 me iba bien. Era pequeño, fácil de usar y en él podía llevar un montón de discos y canciones diferentes. Aquel día, además de Los Planetas, llevaba los últimos álbumes de Radiohead y los Artic Monkeys, el recopilatorio de Los Piratas y una joya en formato digital que solía escuchar cientos de veces al año, El Agila, de Extremoduro.
Con J cantándome al oído, me dio por seguir pensando. Siempre me había preguntado el porqué de mi tendencia al aislamiento. Allí sentado, mirando el tránsito humano, me daba cuenta de que aquella manera de vivir, tan alejada del contacto interpersonal, siempre había formado parte de mi carácter. Me gustaba sentarme y mirar a los demás, observar a las personas, su modo de actuar. Hace unos años me decía a mí mismo que ese comportamiento era consecuencia de una decisión consciente, que me gustaba hacerlo y punto. Sin más. En la actualidad no lo tenía tan claro. Era posible que aquel constructo personal solo fuera una excusa. Probablemente, todo aquel esfuerzo inconsciente por crear una identidad de tío intelectual y progre no era más que una burda falacia, una mentira para no reconocer que no era capaz de reunir el suficiente valor como para tomar decisiones. Demasiado atenazado como para contactar con los demás. Amordazado por el miedo al rechazo. Sumido en esos pensamientos, decidí subir el volumen de mi MP3 y bajar el de mi conciencia. Es preferible gastar el tímpano que el corazón.
Golpeaba rítmicamente mis piernas con los ojos cerrados. Estaba totalmente entregado a una melodía de Los Piratas cuando noté sobre mi hombro izquierdo unos golpecitos. Mi amigo Nacho movía los labios y gesticulaba frente a mí. Como tenía la música a toda pastilla, no escuché lo que me decía. Nacho, en realidad, se llamaba Juan José. Empezamos a llamarle Nacho algunos años atrás. Su parecido físico con el actor porno de moda nos condujo a rebautizarlo así. Ni que decir tiene que su morfología facial o corporal en nada se parecía a la del famoso follador. Mi amigo era ostensiblemente más delgado y mucho menos rocoso que el actor. Pero Juan José tenía un atributo físico que le emparentaba con nuestro ídolo cinematográfico: el extremo grosor de su pene. El pene de Juan José no era demasiado largo pero, realmente, su diámetro era algo fuera de lo común. Recuerdo que la primera vez que le vi la polla, en el vestuario del colegio, pensé que aquello solo podía ser consecuencia de una mutación genética o de una mala praxis quirúrgica. Probablemente, habría utilizado el extensor de penes anunciado en la televisión de forma errónea. Para mí era la única explicación plausible. En serio, esa polla estaba tremendamente desproporcionada. Se hacía incluso difícil catalogarla como tal. Más bien parecía un boniato ensanchado por la base. Evidentemente, Juan José se hizo un hueco en el olimpo de nuestros mitos adolescentes. Nuestros héroes de la época fueron Laudrup, Jim Morrison, Kim Basinger y la excepcional y digna de estudio verga de Juan José. Por supuesto, los del equipo de fútbol le pedíamos en cada entrenamiento que nos hiciera una exhibición. Le implorábamos que se la tocara un poco para verla erecta y que pudiéramos calibrar mejor la dimensión de semejante nabo. Juan José se convirtió en Nacho. Y ahora Nacho, el de la polla gorda, me estaba hablando.
Me quité los auriculares y extendí mi mano hacia él, agitando los dedos como si estuvieran vibrando.
- ¿Qué dices? -era la frase de moda entre los que aparentábamos ser de barrio.
Nacho, el del pollón, hizo lo mismo. Nos acariciamos los dedos y chocamos los puños.
- ¿Qué pasa puto? ¿Me has escuchado?
- No, tenía la música a tope. -Me excusé.
-¿Música? Si tú no tienes ni puta idea de lo que es eso. Seguro que estarías con el maricón ese del Manolo García o con algún grupo de esos que escuchan los gafapasta. ¿Miento? -muchas veces acababa las frases con esa inquietante pregunta. Me parecía una expresión de persona mayor. La abuela de mi vecina Marga también la utilizaba mucho "Marga, se me ha salido la sonda, ¿miento?"
- Eres un enterao.
-Ya, pero es verdad. ¿Miento? A ver cuándo te decides y te pasas de una puta vez a los clásicos. Me avergüenza ser amigo de un notas que no ha escuchado los mejores discos de ACDC o de Deep Purple.
- Anda, vámonos, poeta. -Dije. Nacho sonreía. Era esa clase de persona que te transmite buenas vibraciones aunque te esté humillando de la forma más vil. Me caía bien porque era un tipo que, a pesar de su ácido sentido del humor, nunca tenía la intención de herir a nadie. Decía lo que pensaba y no había dobleces en su forma de ser. Nacho era simpático por naturaleza. Además, tenía una polla realmente extravagante.
Bajamos la calle a buen ritmo. El empedrado estaba húmedo y había que tener cuidado de no resbalar. El clima de la ciudad se asemejaba al ánimo de sus habitantes: templado y poco dado a los extremos. El visitante ocasional, usualmente, solía llevarse una grata primera impresión. Sentía que el clima de aquella ciudad era benévolo. Ni muy cálido ni muy frío. Pero pronto se sentía traicionado por aquella tremenda humedad, una humedad troyana que, a la que aquel se descuidaba, se acababa colando por la puerta de atrás de su piel y se acomodaba en sus huesos, conquistando así su ánimo, templado y poco dado a los extremos a partir de aquel instante.
Con las manos en los bolsillos iba mirando los escaparates. Nacho miraba a las chicas que se cruzaban a nuestro paso. De vez en cuando, yo también reparaba en alguna mujer. Para ser sincero, tendía a fijarme en las mujeres rubias en edad madura. No sé, llamaban mi atención más que cualquier otro tipo de mujer. Nacho me decía que eso era de fetichista y de enfermo. Su teoría al respecto era que yo había nacido con una tara en el cerebro y que por eso era tan raro y me gustaban las viejas y los moñones como los Deluxe, que a los tíos, por naturaleza, nos gustan las chicas más jóvenes que nosotros, que eso era ley universal. Yo me pasaba sus leyes universales y sus infundadas teorías por el mismísimo forro.
Entramos en el bar de las reuniones. Pedimos dos medianas. El camarero, muy profesional, tomó nota e, inopinadamente, no nos lanzó ninguna mirada desaprobatoria. A las siete de la mañana era más normal haber pedido un par de cafés pero el tío ni se inmutó. Supongo que el hecho de trabajar en un bar de los suburbios te cura de espanto.
- Bueno puto, ¿qué cojones vamos a hacer con el equipo? -me soltó apurando la sucia copa. La verdad es que la limpieza de aquel local y la de su cubertería dejaban mucho que desear pero era nuestro bar de las reuniones y eso era lo que contaba. Lo que allí se decidía iba a misa.
- No sé, tío. Estoy a punto de tirar la toalla. -me sinceré- Estoy hasta los huevos de pasarlo mal. Yo juego para divertirme, no para irme a casa deseando partirle la cara a más de uno.
- Venga, tronco. No dramatices, que siempre estás con la misma cantinela. - me lo soltó a bocajarro, el muy hijo de puta.
- Oye Nacho, no me toques los cojones que ya sabes de qué te estoy hablando. Estoy muy cansado de ver las estupideces que veo. Y el problema es que la cosa cada vez está peor. -Era lo que sentía. Las últimas semanas se habían convertido en un suplicio para mí. Habíamos perdido las ganas de divertirnos. Se esfumaba la ilusión y ésta era sustituida por la desidia y la frustración.
- Tranqui, nen. Sé que estamos en un momento bajo pero de peores hemos salido. Y tú lo sabes. Acuérdate de cuando estuvimos al borde de la desaparición por culpa del desfalco que nos hizo el Kameni. -El Kameni era un compañero de raza negra que jugaba de portero en nuestro equipo. A pesar de ser originario de Lagos, le apodábamos el Kameni porque decía que era primo lejano del portero del equipo de nuestra ciudad. Su verdadero nombre era impronunciable, por lo menos para alguien que no fuera subsahariano, así que decidimos llamarle Kameni. Años atrás, en un duro partido de regional, el Kameni sufrió una fuerte caída y se lesionó la espalda, lo que le inhabilitó para la práctica del fútbol, cosa que tampoco nos fue mal porque mira que era malo el tío. Gracias a él descubrimos que no todos los negros son ágiles como felinos. Pero el Kameni quiso seguir formando parte del club por amor al arte y por compromiso social. Decía que nuestro equipo le había ayudado a integrarse en una nueva sociedad y que eso merecía una contrapartida, que nos estaba muy agradecido y que se sentía en la obligación moral de compensarnos, así que la junta directiva, o sea, Nacho y yo, decidimos que podía encargarse de gestionar las cuentas del club. Total, para cuatro ingresos y cuatro pagos que teníamos que hacer. El problema era que al desgraciao del Kameni le gustaba demasiado la coca y la fiesta. Además, se había quedado sin curro debido a la crisis inmobiliaria y, a consecuencia de ello, empezó a tirar de los fondos del club para financiar sus vicios. Tres meses después de descubrir el trapicheo, el tío seguía insistiendo en que todo aquel dinero se lo había enviado a su familia de Nigeria, pero en el barrio todos conocían las andanzas del africano, que ya se había hecho famoso por volcar sus alforjas sobre la barra del bar cuando se excedía con el alcohol.
-Además, -continuó Nacho- podemos reorientar la política del club, coño. Estamos a tiempo.
A veces, cuando escuchaba alguna frase de este estilo en boca de Nacho, me ponía negro. Pero, ¿qué coño de reorientar y qué coño de política del club? Si lo más parecido a reorientar algo que había hecho él era girar la cabeza del porro hacia arriba para que no se le cayera la grifa incandescente en el pantalón.
- Nacho, ¿qué coño me estás contando? Sabes que lo único que deberíamos reorientar es la nariz de estos gilipollas a base de patadas en la cara. Tío, de donde no hay no se puede sacar. -Lo cierto era que me escuchaba y me daba miedo a mí mismo. Nunca había estado con la moral tan baja. Nacho tenía razón en lo de que habíamos superado obstáculos en muchas otras ocasiones pero esta vez yo me sentía sin fuerzas para tratar de revertir la situación.
- ¿Puedes poner otro par de birras? -le preguntó al camarero. Éste asintió. Esta vez pareció sorprenderse un poco más, quizás por la velocidad de ejecución en nuestra ingesta cervecera. Aún así, aguantó el tipo sin torcer el gesto.
- Venga hombre, -continuó- no te vengas abajo, que esto va por épocas. Ha coincidido que hemos palmao un par de partidos seguidos y ya está. Verás como el próximo sábado, estamos otra vez de subidón. -Terminó la frase y se abalanzó sobre su copa. Se bebió más de media cerveza de un solo trago.
- No, Nacho. Que no es eso, joder. Lo de perder es lo de menos. El problema está en la actitud. Tío, lo del otro día fue patético. Sentí vergüenza ajena. No puede ser que vengan cuatro mataos y nos ganen andando. Joder, Nacho, que tú y yo nos seguimos dejando los huevos en el campo. -Con un punto de ira contenida, imité a mi interlocutor y apuré la Estrella.
- Vale, nen, tienes algo de razón pero tenemos que confiar en los chavales. En el fondo, el futuro del club está en sus manos. Si no se andan con ojo se irá todo a la mierda y años después se darán cuenta de lo gilipollas que fueron. Pero nosotros hemos disfrutado a tope durante mucho tiempo. Lo que nos venga por delante, bienvenido sea. -Nacho se acabó lo que quedaba en su vaso y alzó la mano en dirección al camarero.
- ¿Otra? -le pregunté un poco asustado. Beber tanto a primera hora de la mañana nunca me había sentado demasiado bien.
- Es que me he levantado con una sed perruna. -Chasqueó los dedos ante la indiferencia del experimentado restaurador.
- Vale, pero bajemos el ritmo que me veo durmiendo la mona antes del mediodía.
El camarero se acercó a la mesa para recoger las botellas vacías. Esta vez pude atisbar un ligero gesto de admiración en su rostro ante la nueva petición de mi compañero. Disimuladamente, dirigió una mirada hacia el reloj que colgaba de la pared. Las 7:23. El tío no dijo ni mu. Asintió y nos trajo otras dos medianas. Justo en ese momento escuchamos un repiqueteo metálico detrás de nosotros. Nos dimos media vuelta y miramos a la puerta de entrada. Allí estaba el Calvo, golpeando rítmicamente con su aifon en el portal acristalado. Entró sonriendo.
- Hijos de puta, ¿anda que me habéis esperado? -venía con cara de dormido pero contento- Anda, bebeos esa mierda y vamos a pedir algo que nos haga entrar en calor. -El tío venía fuerte. Nacho y yo obedecimos y nos bebimos las dos medianas de un golpe. El calvo pareció complacerse.
- A ver, picha, tres jotabés con cola. ¡Y rapidito que tenemos faena! -Esta vez, el camarero no pudo disimular su sorpresa. Se quedo mirándonos con cara de absoluto gilipollas. Estaba tan estupefacto que no se había percatado de la congelación de su ceja izquierda, arqueada, a la espera de una frase como: que es broma, tontorrón, pon tres cafés solos. -Oye, ¿te pasa algo? -inquirió el Calvo.
- Eh... No, no... En seguida os sirvo. -Balbuceó nuestro sirviente, todavía impactado por la contundencia de nuestra demanda.
El Calvo siempre llegaba tarde. Para él, las convenciones sociales o cualquier formalidad impuesta desde el exterior carecía de sentido y, mucho menos, de autoridad sobre su persona. El Calvo empezó a jugar con nosotros hacía más de una década. En su adolescencia había sido un central contundente, dominador del juego aéreo y con una técnica suficiente para el nivel en el que competía. En época juvenil, sus dotes de mando y su carácter ganador le habían llevado a la capitanía del mejor equipo del barrio, pero una terrible herencia en forma de alopecia galopante había acabado con su papel de líder de masas de una forma prematura. Su escalofriante descenso a los abismos del escalafón social le obligó a fichar por nuestro club para empezar de cero y tratar de devolver su autoestima a un grado en que pudiera vivir sin ideas suicidas. Personalmente, agradecía al destino, y al calvo de su padre, la incorporación de mi amigo al equipo. Era, sin dudarlo, uno de los tipos con más gracejo y sensibilidad artística que había conocido. Lo único que detestaba de su personalidad era esa inevitable tendencia a modernizarse permanentemente. El Calvo me criticaba con dureza ante mi ignorancia en temas informáticos o en cuanto a nuevas tendencias musicales se refería. Días antes había demostrado toda su mala leche humillándome públicamente por no saber bajarme un puto reproductor musical en el ordenador. Mi única alternativa frente a aquellas invectivas era demostrar mi superioridad intelectual a base de hablar de los pechos de su madre o de la capacidad succionadora de la zorra de su mujer. El calvo era uno de mis mejores amigos.
- ¿Qué pasa chavales? ¿Cómo va? Perdonad el retraso pero es que a mi hijo le ha dado por cagarse encima cuando salíamos de casa. -Sí, el Calvo era padre. Y, para sorpresa de todos, su hijo era maravilloso. Y tenía pelo.
- Yo ya voy borracho -especifiqué.
- Es que está depre -añadió Nacho.
- No jodas, tío. Siempre con la misma mierda. El sábado mal partido, ¿miento? -y se dirigió a Nacho haciéndole una mueca burlona.
- Oye cabrón, no me vaciles -Nacho entendió la indirecta.
- Otro gilipollas. Que no es por lo del sábado, pesados. Que es porque ya no aguanto más a los niñatos. Estoy harto. ¿Lo entendéis? -no había terminado de hablar cuando una masa de aire caliente y fétido se proyectó desde mi estómago hacia el exterior de mi cuerpo en forma de atronador eructo. A todo esto, el camarero se había acercado a la mesa portando los tres cubatas en una bandeja. Se hizo el longuis, pero todos los presentes éramos muy conscientes de que se acababa de comer toda mi interioridad al ponerse frente a mí. Me pareció entrever una minúscula lágrima adosada a su ojo izquierdo. Nacho empezó a reírse con ganas. El calvo tampoco pudo contenerse y descargó una vibrante carcajada. El camarero dejó los pelotazos sobre la mesa y despareció al instante. Estaba empezando a merecer una propina de las buenas.
- Oye tío, te entiendo perfectamente, conozco a los chavales y sé que pueden resultar bastante cargantes pero tampoco hay que darle tantas vueltas. La temporada acaba dentro de tres meses, ¿no? Si llegado ese día decides dejarlo, adelante. Nadie te lo va a impedir. Por cierto, ¿a que no hay cojones? -El calvo nos quería retar a algo.
- Calvo no empieces. -Me temí lo peor.
- ¿A qué? ¿A qué?- A Nacho ya se le había hinchado la vena de la frente, y me daba la impresión de que también lo había hecho la del pene, aquella pedazo de vena.
- De golpe, maricones.
- Calvo, que éste y yo llevamos tres birras y son las siete y media de la mañana -argumenté.
- ¡¡De golpe!! ¡¡De golpe!! -canturreó Nacho.
- Mayoría absoluta. De golpe, mariconazo. -Mierda, mayoría absoluta otra vez, pensé. Era la puta ley.
- Todo sea por la democracia -fue lo último que dije antes de brindar con mis camaradas.
Abrí los ojos lentamente. La luz del sol me atravesaba los párpados y abrasaba mis pupilas. Tenía la lengua acartonada y un agudo dolor se había adueñado de mi cabeza. No sabía cómo había ido a parar a aquel banco. Al incorporarme y apoyarme contra el respaldo de madera me di cuenta de que llevaba puesta la camiseta de mi equipo de fútbol. ¿Cómo coño...? Imaginé que el pestazo a whisky del ambiente y la potada que había un par de metros más allá debían tener alguna relación con aquel hecho. Lo cierto es que estaba totalmente desorientado. Solo recordaba una cosa, algo que iba y venía a mi conciencia, una imagen que flotaba en mi imaginación, una especie de recuerdo entre brumas, alejado pero real. Recuerdo a Nacho y al Calvo cantando. Recuerdo al Kameni y a todos los niñatos bailando. Recuerdo que estábamos en aquel bar de mala muerte. Saltando, abrazados. Recuerdo al equipo entero borracho. Juntos, gritando aquello de: compraremos botellas para todos...
¿Será verdad?
Con J cantándome al oído, me dio por seguir pensando. Siempre me había preguntado el porqué de mi tendencia al aislamiento. Allí sentado, mirando el tránsito humano, me daba cuenta de que aquella manera de vivir, tan alejada del contacto interpersonal, siempre había formado parte de mi carácter. Me gustaba sentarme y mirar a los demás, observar a las personas, su modo de actuar. Hace unos años me decía a mí mismo que ese comportamiento era consecuencia de una decisión consciente, que me gustaba hacerlo y punto. Sin más. En la actualidad no lo tenía tan claro. Era posible que aquel constructo personal solo fuera una excusa. Probablemente, todo aquel esfuerzo inconsciente por crear una identidad de tío intelectual y progre no era más que una burda falacia, una mentira para no reconocer que no era capaz de reunir el suficiente valor como para tomar decisiones. Demasiado atenazado como para contactar con los demás. Amordazado por el miedo al rechazo. Sumido en esos pensamientos, decidí subir el volumen de mi MP3 y bajar el de mi conciencia. Es preferible gastar el tímpano que el corazón.
Golpeaba rítmicamente mis piernas con los ojos cerrados. Estaba totalmente entregado a una melodía de Los Piratas cuando noté sobre mi hombro izquierdo unos golpecitos. Mi amigo Nacho movía los labios y gesticulaba frente a mí. Como tenía la música a toda pastilla, no escuché lo que me decía. Nacho, en realidad, se llamaba Juan José. Empezamos a llamarle Nacho algunos años atrás. Su parecido físico con el actor porno de moda nos condujo a rebautizarlo así. Ni que decir tiene que su morfología facial o corporal en nada se parecía a la del famoso follador. Mi amigo era ostensiblemente más delgado y mucho menos rocoso que el actor. Pero Juan José tenía un atributo físico que le emparentaba con nuestro ídolo cinematográfico: el extremo grosor de su pene. El pene de Juan José no era demasiado largo pero, realmente, su diámetro era algo fuera de lo común. Recuerdo que la primera vez que le vi la polla, en el vestuario del colegio, pensé que aquello solo podía ser consecuencia de una mutación genética o de una mala praxis quirúrgica. Probablemente, habría utilizado el extensor de penes anunciado en la televisión de forma errónea. Para mí era la única explicación plausible. En serio, esa polla estaba tremendamente desproporcionada. Se hacía incluso difícil catalogarla como tal. Más bien parecía un boniato ensanchado por la base. Evidentemente, Juan José se hizo un hueco en el olimpo de nuestros mitos adolescentes. Nuestros héroes de la época fueron Laudrup, Jim Morrison, Kim Basinger y la excepcional y digna de estudio verga de Juan José. Por supuesto, los del equipo de fútbol le pedíamos en cada entrenamiento que nos hiciera una exhibición. Le implorábamos que se la tocara un poco para verla erecta y que pudiéramos calibrar mejor la dimensión de semejante nabo. Juan José se convirtió en Nacho. Y ahora Nacho, el de la polla gorda, me estaba hablando.
Me quité los auriculares y extendí mi mano hacia él, agitando los dedos como si estuvieran vibrando.
- ¿Qué dices? -era la frase de moda entre los que aparentábamos ser de barrio.
Nacho, el del pollón, hizo lo mismo. Nos acariciamos los dedos y chocamos los puños.
- ¿Qué pasa puto? ¿Me has escuchado?
- No, tenía la música a tope. -Me excusé.
-¿Música? Si tú no tienes ni puta idea de lo que es eso. Seguro que estarías con el maricón ese del Manolo García o con algún grupo de esos que escuchan los gafapasta. ¿Miento? -muchas veces acababa las frases con esa inquietante pregunta. Me parecía una expresión de persona mayor. La abuela de mi vecina Marga también la utilizaba mucho "Marga, se me ha salido la sonda, ¿miento?"
- Eres un enterao.
-Ya, pero es verdad. ¿Miento? A ver cuándo te decides y te pasas de una puta vez a los clásicos. Me avergüenza ser amigo de un notas que no ha escuchado los mejores discos de ACDC o de Deep Purple.
- Anda, vámonos, poeta. -Dije. Nacho sonreía. Era esa clase de persona que te transmite buenas vibraciones aunque te esté humillando de la forma más vil. Me caía bien porque era un tipo que, a pesar de su ácido sentido del humor, nunca tenía la intención de herir a nadie. Decía lo que pensaba y no había dobleces en su forma de ser. Nacho era simpático por naturaleza. Además, tenía una polla realmente extravagante.
Bajamos la calle a buen ritmo. El empedrado estaba húmedo y había que tener cuidado de no resbalar. El clima de la ciudad se asemejaba al ánimo de sus habitantes: templado y poco dado a los extremos. El visitante ocasional, usualmente, solía llevarse una grata primera impresión. Sentía que el clima de aquella ciudad era benévolo. Ni muy cálido ni muy frío. Pero pronto se sentía traicionado por aquella tremenda humedad, una humedad troyana que, a la que aquel se descuidaba, se acababa colando por la puerta de atrás de su piel y se acomodaba en sus huesos, conquistando así su ánimo, templado y poco dado a los extremos a partir de aquel instante.
Con las manos en los bolsillos iba mirando los escaparates. Nacho miraba a las chicas que se cruzaban a nuestro paso. De vez en cuando, yo también reparaba en alguna mujer. Para ser sincero, tendía a fijarme en las mujeres rubias en edad madura. No sé, llamaban mi atención más que cualquier otro tipo de mujer. Nacho me decía que eso era de fetichista y de enfermo. Su teoría al respecto era que yo había nacido con una tara en el cerebro y que por eso era tan raro y me gustaban las viejas y los moñones como los Deluxe, que a los tíos, por naturaleza, nos gustan las chicas más jóvenes que nosotros, que eso era ley universal. Yo me pasaba sus leyes universales y sus infundadas teorías por el mismísimo forro.
Entramos en el bar de las reuniones. Pedimos dos medianas. El camarero, muy profesional, tomó nota e, inopinadamente, no nos lanzó ninguna mirada desaprobatoria. A las siete de la mañana era más normal haber pedido un par de cafés pero el tío ni se inmutó. Supongo que el hecho de trabajar en un bar de los suburbios te cura de espanto.
- Bueno puto, ¿qué cojones vamos a hacer con el equipo? -me soltó apurando la sucia copa. La verdad es que la limpieza de aquel local y la de su cubertería dejaban mucho que desear pero era nuestro bar de las reuniones y eso era lo que contaba. Lo que allí se decidía iba a misa.
- No sé, tío. Estoy a punto de tirar la toalla. -me sinceré- Estoy hasta los huevos de pasarlo mal. Yo juego para divertirme, no para irme a casa deseando partirle la cara a más de uno.
- Venga, tronco. No dramatices, que siempre estás con la misma cantinela. - me lo soltó a bocajarro, el muy hijo de puta.
- Oye Nacho, no me toques los cojones que ya sabes de qué te estoy hablando. Estoy muy cansado de ver las estupideces que veo. Y el problema es que la cosa cada vez está peor. -Era lo que sentía. Las últimas semanas se habían convertido en un suplicio para mí. Habíamos perdido las ganas de divertirnos. Se esfumaba la ilusión y ésta era sustituida por la desidia y la frustración.
- Tranqui, nen. Sé que estamos en un momento bajo pero de peores hemos salido. Y tú lo sabes. Acuérdate de cuando estuvimos al borde de la desaparición por culpa del desfalco que nos hizo el Kameni. -El Kameni era un compañero de raza negra que jugaba de portero en nuestro equipo. A pesar de ser originario de Lagos, le apodábamos el Kameni porque decía que era primo lejano del portero del equipo de nuestra ciudad. Su verdadero nombre era impronunciable, por lo menos para alguien que no fuera subsahariano, así que decidimos llamarle Kameni. Años atrás, en un duro partido de regional, el Kameni sufrió una fuerte caída y se lesionó la espalda, lo que le inhabilitó para la práctica del fútbol, cosa que tampoco nos fue mal porque mira que era malo el tío. Gracias a él descubrimos que no todos los negros son ágiles como felinos. Pero el Kameni quiso seguir formando parte del club por amor al arte y por compromiso social. Decía que nuestro equipo le había ayudado a integrarse en una nueva sociedad y que eso merecía una contrapartida, que nos estaba muy agradecido y que se sentía en la obligación moral de compensarnos, así que la junta directiva, o sea, Nacho y yo, decidimos que podía encargarse de gestionar las cuentas del club. Total, para cuatro ingresos y cuatro pagos que teníamos que hacer. El problema era que al desgraciao del Kameni le gustaba demasiado la coca y la fiesta. Además, se había quedado sin curro debido a la crisis inmobiliaria y, a consecuencia de ello, empezó a tirar de los fondos del club para financiar sus vicios. Tres meses después de descubrir el trapicheo, el tío seguía insistiendo en que todo aquel dinero se lo había enviado a su familia de Nigeria, pero en el barrio todos conocían las andanzas del africano, que ya se había hecho famoso por volcar sus alforjas sobre la barra del bar cuando se excedía con el alcohol.
-Además, -continuó Nacho- podemos reorientar la política del club, coño. Estamos a tiempo.
A veces, cuando escuchaba alguna frase de este estilo en boca de Nacho, me ponía negro. Pero, ¿qué coño de reorientar y qué coño de política del club? Si lo más parecido a reorientar algo que había hecho él era girar la cabeza del porro hacia arriba para que no se le cayera la grifa incandescente en el pantalón.
- Nacho, ¿qué coño me estás contando? Sabes que lo único que deberíamos reorientar es la nariz de estos gilipollas a base de patadas en la cara. Tío, de donde no hay no se puede sacar. -Lo cierto era que me escuchaba y me daba miedo a mí mismo. Nunca había estado con la moral tan baja. Nacho tenía razón en lo de que habíamos superado obstáculos en muchas otras ocasiones pero esta vez yo me sentía sin fuerzas para tratar de revertir la situación.
- ¿Puedes poner otro par de birras? -le preguntó al camarero. Éste asintió. Esta vez pareció sorprenderse un poco más, quizás por la velocidad de ejecución en nuestra ingesta cervecera. Aún así, aguantó el tipo sin torcer el gesto.
- Venga hombre, -continuó- no te vengas abajo, que esto va por épocas. Ha coincidido que hemos palmao un par de partidos seguidos y ya está. Verás como el próximo sábado, estamos otra vez de subidón. -Terminó la frase y se abalanzó sobre su copa. Se bebió más de media cerveza de un solo trago.
- No, Nacho. Que no es eso, joder. Lo de perder es lo de menos. El problema está en la actitud. Tío, lo del otro día fue patético. Sentí vergüenza ajena. No puede ser que vengan cuatro mataos y nos ganen andando. Joder, Nacho, que tú y yo nos seguimos dejando los huevos en el campo. -Con un punto de ira contenida, imité a mi interlocutor y apuré la Estrella.
- Vale, nen, tienes algo de razón pero tenemos que confiar en los chavales. En el fondo, el futuro del club está en sus manos. Si no se andan con ojo se irá todo a la mierda y años después se darán cuenta de lo gilipollas que fueron. Pero nosotros hemos disfrutado a tope durante mucho tiempo. Lo que nos venga por delante, bienvenido sea. -Nacho se acabó lo que quedaba en su vaso y alzó la mano en dirección al camarero.
- ¿Otra? -le pregunté un poco asustado. Beber tanto a primera hora de la mañana nunca me había sentado demasiado bien.
- Es que me he levantado con una sed perruna. -Chasqueó los dedos ante la indiferencia del experimentado restaurador.
- Vale, pero bajemos el ritmo que me veo durmiendo la mona antes del mediodía.
El camarero se acercó a la mesa para recoger las botellas vacías. Esta vez pude atisbar un ligero gesto de admiración en su rostro ante la nueva petición de mi compañero. Disimuladamente, dirigió una mirada hacia el reloj que colgaba de la pared. Las 7:23. El tío no dijo ni mu. Asintió y nos trajo otras dos medianas. Justo en ese momento escuchamos un repiqueteo metálico detrás de nosotros. Nos dimos media vuelta y miramos a la puerta de entrada. Allí estaba el Calvo, golpeando rítmicamente con su aifon en el portal acristalado. Entró sonriendo.
- Hijos de puta, ¿anda que me habéis esperado? -venía con cara de dormido pero contento- Anda, bebeos esa mierda y vamos a pedir algo que nos haga entrar en calor. -El tío venía fuerte. Nacho y yo obedecimos y nos bebimos las dos medianas de un golpe. El calvo pareció complacerse.
- A ver, picha, tres jotabés con cola. ¡Y rapidito que tenemos faena! -Esta vez, el camarero no pudo disimular su sorpresa. Se quedo mirándonos con cara de absoluto gilipollas. Estaba tan estupefacto que no se había percatado de la congelación de su ceja izquierda, arqueada, a la espera de una frase como: que es broma, tontorrón, pon tres cafés solos. -Oye, ¿te pasa algo? -inquirió el Calvo.
- Eh... No, no... En seguida os sirvo. -Balbuceó nuestro sirviente, todavía impactado por la contundencia de nuestra demanda.
El Calvo siempre llegaba tarde. Para él, las convenciones sociales o cualquier formalidad impuesta desde el exterior carecía de sentido y, mucho menos, de autoridad sobre su persona. El Calvo empezó a jugar con nosotros hacía más de una década. En su adolescencia había sido un central contundente, dominador del juego aéreo y con una técnica suficiente para el nivel en el que competía. En época juvenil, sus dotes de mando y su carácter ganador le habían llevado a la capitanía del mejor equipo del barrio, pero una terrible herencia en forma de alopecia galopante había acabado con su papel de líder de masas de una forma prematura. Su escalofriante descenso a los abismos del escalafón social le obligó a fichar por nuestro club para empezar de cero y tratar de devolver su autoestima a un grado en que pudiera vivir sin ideas suicidas. Personalmente, agradecía al destino, y al calvo de su padre, la incorporación de mi amigo al equipo. Era, sin dudarlo, uno de los tipos con más gracejo y sensibilidad artística que había conocido. Lo único que detestaba de su personalidad era esa inevitable tendencia a modernizarse permanentemente. El Calvo me criticaba con dureza ante mi ignorancia en temas informáticos o en cuanto a nuevas tendencias musicales se refería. Días antes había demostrado toda su mala leche humillándome públicamente por no saber bajarme un puto reproductor musical en el ordenador. Mi única alternativa frente a aquellas invectivas era demostrar mi superioridad intelectual a base de hablar de los pechos de su madre o de la capacidad succionadora de la zorra de su mujer. El calvo era uno de mis mejores amigos.
- ¿Qué pasa chavales? ¿Cómo va? Perdonad el retraso pero es que a mi hijo le ha dado por cagarse encima cuando salíamos de casa. -Sí, el Calvo era padre. Y, para sorpresa de todos, su hijo era maravilloso. Y tenía pelo.
- Yo ya voy borracho -especifiqué.
- Es que está depre -añadió Nacho.
- No jodas, tío. Siempre con la misma mierda. El sábado mal partido, ¿miento? -y se dirigió a Nacho haciéndole una mueca burlona.
- Oye cabrón, no me vaciles -Nacho entendió la indirecta.
- Otro gilipollas. Que no es por lo del sábado, pesados. Que es porque ya no aguanto más a los niñatos. Estoy harto. ¿Lo entendéis? -no había terminado de hablar cuando una masa de aire caliente y fétido se proyectó desde mi estómago hacia el exterior de mi cuerpo en forma de atronador eructo. A todo esto, el camarero se había acercado a la mesa portando los tres cubatas en una bandeja. Se hizo el longuis, pero todos los presentes éramos muy conscientes de que se acababa de comer toda mi interioridad al ponerse frente a mí. Me pareció entrever una minúscula lágrima adosada a su ojo izquierdo. Nacho empezó a reírse con ganas. El calvo tampoco pudo contenerse y descargó una vibrante carcajada. El camarero dejó los pelotazos sobre la mesa y despareció al instante. Estaba empezando a merecer una propina de las buenas.
- Oye tío, te entiendo perfectamente, conozco a los chavales y sé que pueden resultar bastante cargantes pero tampoco hay que darle tantas vueltas. La temporada acaba dentro de tres meses, ¿no? Si llegado ese día decides dejarlo, adelante. Nadie te lo va a impedir. Por cierto, ¿a que no hay cojones? -El calvo nos quería retar a algo.
- Calvo no empieces. -Me temí lo peor.
- ¿A qué? ¿A qué?- A Nacho ya se le había hinchado la vena de la frente, y me daba la impresión de que también lo había hecho la del pene, aquella pedazo de vena.
- De golpe, maricones.
- Calvo, que éste y yo llevamos tres birras y son las siete y media de la mañana -argumenté.
- ¡¡De golpe!! ¡¡De golpe!! -canturreó Nacho.
- Mayoría absoluta. De golpe, mariconazo. -Mierda, mayoría absoluta otra vez, pensé. Era la puta ley.
- Todo sea por la democracia -fue lo último que dije antes de brindar con mis camaradas.
Abrí los ojos lentamente. La luz del sol me atravesaba los párpados y abrasaba mis pupilas. Tenía la lengua acartonada y un agudo dolor se había adueñado de mi cabeza. No sabía cómo había ido a parar a aquel banco. Al incorporarme y apoyarme contra el respaldo de madera me di cuenta de que llevaba puesta la camiseta de mi equipo de fútbol. ¿Cómo coño...? Imaginé que el pestazo a whisky del ambiente y la potada que había un par de metros más allá debían tener alguna relación con aquel hecho. Lo cierto es que estaba totalmente desorientado. Solo recordaba una cosa, algo que iba y venía a mi conciencia, una imagen que flotaba en mi imaginación, una especie de recuerdo entre brumas, alejado pero real. Recuerdo a Nacho y al Calvo cantando. Recuerdo al Kameni y a todos los niñatos bailando. Recuerdo que estábamos en aquel bar de mala muerte. Saltando, abrazados. Recuerdo al equipo entero borracho. Juntos, gritando aquello de: compraremos botellas para todos...
¿Será verdad?