viernes, 11 de febrero de 2011

TOMÁS

Tomás se levantó a las siete de la mañana. Como cada día, lo primero que hacía después de poner el pie derecho en el suelo era encender el equipo de música. Una mañana eran los Strokes, otra, los Franz Ferdinand, la mayoría de ellas, los Love of Lesbian. Movía el culo. Giraba el cuello. Tomás se contoneaba al ritmo de la melodía. Le gustaba prestar atención a los instrumentos, escuchar el bajo, desligarlo de la guitarra eléctrica y, luego, volver a mezclarlos. A Tomás le gustaba escuchar música al inicio del día. Creía que le conectaba con el cosmos. Decía que la música va directamente al centro emocional, que ahí no había intermediarios, que si uno es capaz de prestar verdadera atención puede sentir el ritmo, puede acariciar el tempo y cada una de las notas. Tomas decía que la música ofrece la posibilidad de sentirse parte de algo más extenso que uno mismo. Estaba convencido de que esa experiencia tenía que ver con su pauta atencional. Creía firmemente que, en esencia, era el tipo de experiencia que trataban de proporcionar las religiones. Tomás respetaba cualquier religión. Tomás odiaba las instituciones religiosas. En general, odiaba las imposiciones arbitrarias, la irracionalidad y la falta de tolerancia.

A Tomás le gustaba ducharse a primera hora. Le despajaba la mente. Escuchaba música y dejaba resbalar las gotas por su cara. Sonreía relajado. Tomás, poco a poco, despertaba a sus sentidos. A veces, en los días más turbios, en aquellas mañanas en las que no podía deshacerse de la melancolía, Tomás se permitía llorar. En algunas ocasiones, Tomás, al mirar a su alrededor y no ver a nadie, se daba cuenta de su situación. Se convencía a sí mismo de lo natural de aquel vivir. Se decía que así lo había decidido, que prefería seguir su propio camino solo, sin ceder ni un ápice de autonomía a nadie, que no lo merecían. Pero, de vez en cuando, dudaba. Y, simplemente miraba a su alrededor. Y cuando no encontraba más que cosas se daba cuenta de la jugarreta, se percataba de aquel punto ciego creado por su mente. Tomás sentía miedo. Un miedo atroz. Y por eso salía de sí mismo, se olvidaba de su necesidad de compartir, alejaba de su cabeza y de su corazón sus ganas de dialogar con alguien.

Tomás se vestía parsimoniosamente. Primero el calcetín derecho. Después el izquierdo. Calzoncillos, camiseta interior, pantalón y camisa. Tomás olía las prendas de vestir antes y después de ponérselas. Antes, porque le gustaba la fragancia del suavizante que usaba, el de una marca blanca del supermercado de la esquina. Después, porque disfrutaba de meter su nariz en todo lo que oliera a él. A Tomás le gustaban los olores corporales. No tenía preferencias. Le gustaba el olor a limpio y el olor a sudor. Le gustaba sentir un olor fresco o uno rancio. Tomás decía que el olfato era el sentido con mayor memoria de todos. Decía que un anciano podría reconocer incluso olores que hacía décadas que no olía, un olor como el de su joven madre, el olor de la pérdida.

Rompía la cáscara. El aceite ya estaba lo bastante caliente como para poder freír el huevo. Quince segundos, veinte a lo sumo. Lo sacaba de la sartén y lo colocaba con cuidado en el plato. La anaranjada yema parecía a punto de explotar. Cogía un trozo del pan que acababa de comprar y se sentaba en la mesa. Los Travis atronaban en el salón. Tomás paladeaba aquel huevo frito, dejaba fluir la saliva entre sus dientes y aplastaba el pan aceitoso contra su paladar. Decía que cualquier comida puede proporcionar placer, que solo había que tomárselo con calma y dejarse envolver por aromas, sabores y texturas.

Después de desayunar salía a la calle y subía la cuesta que pasaba frente a su portal. Llegaba a la cima, se daba la vuelta y contemplaba la ciudad, todavía con el corazón acelerado por el esfuerzo. Se sentaba en un banco cercano y dejaba pasar los minutos mirando los perfiles fantasmagóricos que se dibujaban en el horizonte, observando la gruesa capa de humo que envolvía el centro histórico, contando los aviones que rozaban los tejados, esos aviones de plata. Se fijaba en todo, aguzaba su mirada para distinguir los edificios emblemáticos o los gubernamentales. Había tantos gobiernos diferentes en aquella ciudad. Había tantos políticos en tantos cargos diferentes que no podía llevar la cuenta de todos los edificios públicos. Tomás decía que para ver hay que hacerle un hueco a la luz, que hay que aceptarla en la retina, que hay que dejarse llenar por ella. La luz. Amaba la luz de la mañana. Le gustaba cerrar los ojos y mirar al sol de la mañana, un sol que calienta, que ilumina pero que no quema. Que dulce luz la del sol mañanero.

Tomás, ayudado por sus sentidos, escapaba de la soledad, se agazapaba en él mismo para no ser visto por aquella soledad matadora, aquella soledad tan perra, tan hija de puta.

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