martes, 28 de febrero de 2012

LA CUCHARA

La cuchara sale despedida. Gira la cabeza en dirección a ella y se queda observándola mientras ésta yace en el suelo, aún con restos de verdura triturada en su mango. Parece que se está interrogando acerca de esa extraña fuerza que obliga a los objetos a caer, aprendiendo, implícitamente y sin fórmulas matemáticas, el sentido de la gravedad. La recojo del suelo y la limpio con el trapo húmedo. No pierde detalle de mis movimientos y arquea una ceja escrutadora al tiempo que proyecta el labio superior hacia fuera en señal de curiosidad. Yo le observo divertido. Ahora muevo el útil culinario frente a su cara como si fuera un péndulo. Dirige su mirada al objeto oscilante y empieza a emitir un sonido gutural que se parece al ronroneo de un gato, una especie de resonancia que le ayuda a concentrarse antes de asestar el más fiero de sus ataques. Estira el brazo y yo le aparto de su objetivo. Me mira con cara de pocos amigos. Parece decirme que no quiere jugar al juego que yo propongo sino asir de nuevo esa cosa que tantas veces ha cogido antes y que desde hace un tiempo muerde cada vez que se sienta a comer con el fin de asegurarse de que aquellos dos dientes siguen estando en el mismo lugar desde la última vez que los notó. No puedo evitar sonreír y ofrecerle el artilugio. Lo toca, lo mira, lo explora con detenimiento, con cautela pero sin pausa. A mí me sorprende que le parezca tan llamativa una simple cuchara de plástico. Me sorprende descubrirme tan feliz de verlo observar, de verlo ahí sentado, con su babero con mangas y la cara y las manos llenas de papilla. No puedo evitar felicitarme y sentirme a la vez tan agradecido. Es casi inexplicable para mí. Él es, sin lugar a dudas, lo mejor que me ha pasado.

Apago el equipo de música y los Black Keys dejan de sonar. Tengo la absurda teoría de que si escucha buena música desde pequeño sus neuronas serán más plásticas y más receptivas. Quiero pensar que no es lo mismo escuchar a la Pantoja que a los Love of Lesbian. Lo que oyes, lees y haces moldea tu mente. Y yo prefiero moldear la suya hacia un estilo menos cañí y más cosmopolita. Se da cuenta de que la batería ya no suena y parece interrogarme con la mirada. ¿Por qué los quitas, tío? Pero al momento empieza a tararear su propia canción. Las sílabas que más utiliza son ta, ma y pa. Aún no sabe lo que significan. Ni siquiera las pronuncia conscientemente pero es difícil contenerse para no estrujarlo contra uno y besarle en esa cabeza cada vez más peluda. No me contengo y lo aplastó contra mi pecho. Al principio no le hace gracia pero poco a poco se lo toma como un juego y empieza a lanzarse contra mí. Lo coloco sobre mis piernas flexionadas y se balancea intrépidamente hasta llegar a mi cara. Me golpea el rostro y se ríe. Lleva unos días que no deja de emitir una especie de carcajada que hasta hace poco no sabía provocar. Se escucha y se muere de la risa. Yo me muero de la risa con él. Mi risa es de las de verdad, de las que sale de dentro y te contrae espontáneamente el diafragma, no es de las impostadas, no es una risa en busca de aceptación social. Es la verdadera expresión de mi alegría.

Se queda quieto y se calla. Me mira a los ojos y ya sé lo que va a ocurrir. Empieza a ponerse rojo y me da la impresión de que los suyos se le van a salir de las órbitas. Se le cae hasta la baba de la fuerza que hace. Acaba y vuelve a sonreír. Ahora el que no sonríe soy yo, sabedor del próximo embadurnamiento y del hedor de la excreción. Lo tomo en brazos y vuelve a sonreír. No rehúye el contacto de su cara con la mía a pesar de que llevo días sin afeitarme. Me pasa uno de sus pequeños brazos por detrás de la nuca y yo creo que me está abrazando. Le voy dando besos desde el comedor hasta su habitación, dándole pequeños mordiscos en su moflete espumado, apretando suavemente con mis labios el lóbulo de su oreja izquierda mientras él succiona con vehemencia el chupete azul. Llegamos a la entrada de su cuarto y me obliga a detenerme. Se queda fascinando por las cuatro letras de madera adheridas a la puerta. Juega un rato con la A y me mira como haciéndome cómplice de su alegría por ese amarillo chillón. Lo tumbo en el cambiador y se queja. Le ofrezco un pequeño peluche en forma de pato y obvia mi presencia para centrarse en aquel pico tan peludo. Repaso con la gasa humedecida el borde de sus testículos. Hoy había mierda por doquier. Una vez limpio lo vuelvo a coger en brazos y nos vamos a la cama. Ha estado frotándose los ojos mientras yo hidrataba su piel escocida, dejándose atrapar por una abrumadora somnolencia que le susurra quedamente. Nos tumbamos en el colchón, rodeados de penumbra, y se gira hacia mí y me palpa la cara. Primero la nariz y luego los labios. Se asegura de que sigo allí antes de dejarse vencer definitivamente por el sueño. Se duerme en un instante. Yo me duermo a su lado, cogiéndole la mano, no porque él reclame contacto sino porque quiero dormirme sintiéndolo cerca, lo más cerca posible.

Ya han pasado nueve meses, nueve meses de nuestras vidas. Nueve meses que parecen cien. Nueve meses que parecen dos. Nueve meses, en definitiva, que han puesto patas arriba mi vida. Maravillosamente patas arriba.

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