martes, 28 de diciembre de 2010

29 DE DICIEMBRE

Hoy es veintinueve de diciembre. Y, como cada veintinueve de diciembre, es para mí un día especial. Lo señalado de este día no es más que la evocación anual de un recuerdo que marcó mi infancia y mi posterior desarrollo emocional.

Todo ocurrió un, ya lejano, veintinueve de diciembre del mil novecientos ochenta y uno. Recuerdo perfectamente el tacto de mi osito de peluche. Mimosín -así lo llamaba debido a su gran parecido con aquel muñeco suavecito que era imagen de una marca de detergentes- era amarillo y blandito. Su tacto hacía que conciliara el sueño en poco más de diez o doce segundos y me proporcionaba una tranquilidad espiritual fuera del alcance de cualquier niño del extrarradio barcelonés. Os decía que estaba yo babeando, abrazado a mi osezno preferido, cuando me desperté sobresaltado al oír el golpe de la puerta de casa y las vehementes muestras de alegría de mis abuelos, tanto paternos como maternos. El hecho de contar con tan solo tres años y un par de meses de edad no fue óbice para que me percatara de la gravedad de la situación. Según podía deducir por el bullicio reinante a solo unos metros de distancia, estaba más que claro que mis padres habían vuelto del hospital. Si mis cálculos no fallaban, que no lo hacían, mi mamá habría entrado por la puerta portando en brazos a la tal Martita, tal y como llevaba anunciándome desde hacía meses. Inmediatamente, y decidido a no dejarme vencer por los acontecimientos, me meé y me cagué encima. El control de los esfínteres era una cuestión que había superado hacía algunos meses pero ahora tenía claro que el tamaño de mi zurullo se convertía en una de las pocas alternativas que me quedaban para reconducir el foco de atención familiar hacia mi persona.

Llevaba días dándole vueltas al asunto. Al principio no quería darme cuenta de la situación. Mi narcisismo y el disfrute de una posición de dominio sobre todos los estamentos hogareños me habían llevado a desestimar el peligro que se cernía sobre mi persona. Lejos de mi conciencia estaba gestándose mi peor enemigo. En el interior de mi propia madre crecía, sin prisa pero sin pausa, quien había de arrebatarme el trono, la corona y la vara de mando de la familia. A mí. Que esbozando una media sonrisa tenía lo que se me antojaba, que ante el mínimo atisbo de sollozo era atendido sin demora. Y todo estaba a punto de acabar por la dichosa Martita. No, no estaba dispuesto a perder mis privilegios sin dejarme la piel -sobretodo la del ano y las ingles- en la batalla.

La cuestión es que mi mamá, la traidora de mi mamá, entró en la habitación con una especie de canasta de mimbre en las manos. Un bulto sospechoso se movía en su interior. Allí estaba. Calculé que si presionaba de forma continuada su cara con mi osito dejaría de respirar en poco más de un minuto. Tomé del bracito a Mimosín y, dispuesto a todo y sin dejar hablar a la gafuda de mi madre, me abalancé sobre el canasto. Entonces, cambió mi vida.

Lo cierto es que, como os he dicho, solo tenía tres añitos, pero la contemplación de aquellos ojos, tan negros, y de aquella cara, tan bonita, me hizo comprender al instante lo trascendental de la situación. Entendí, de forma inmediata, que si había algo perfecto en el mundo natural, sería muy parecido a aquella criatura que gorgojeaba entre sábanas de franela. Acepté, con orgullo fraternal, que protegería con mi vida aquel pedazo de cielo. Que, pasara lo que pasara, siempre le ofrecería mi apoyo. Que, a pesar de las discusiones y peleas, siempre la querría.

Mi mamá dice que el hedor de aquel cuarto era insoportable, que se había sorprendido mucho al verme saltar de la cama como un huracán desatado. Que no entendió por qué me lancé hacia la canasta como un loco. También dice que cuando estuve frente a mi hermana cambió la expresión de mi rostro. Dice que se me puso cara de hermano mayor. Y, también dice que, tras unos segundos de contemplación, me agaché y besé a la pequeña en la frente.

Feliz cumpleaños, Marta

miércoles, 1 de diciembre de 2010

EXPERIENCIAS COMPARTIDAS

El pasado domingo volví a las andadas (nunca mejor dicho) y recorrí, a buen ritmo, los 25 kilómetros que configuraban el circuito de la Marxa pel Montnegre, en los alrededores de Pineda de Mar. Invertí casi tres horas en cubrir la distancia pero, a buen seguro, hubiera rondado las dos horas y tres cuartos de no haber sido por un contratiempo sufrido a la altura del kilómetro 21, momento en el cual mi gemelo izquierdo mostró, de malas maneras, su disconformidad ante semejante esfuerzo.

Reconozco que la velocidad con la que afronté el largo y pronunciado descenso previo al momento de la lesión había acabado de castigar mi ya maltrecha musculatura. En cualquier caso, nunca imaginé lo doloroso que puede resultar un gemelo en ascensor. Lo curioso del asunto es que hasta un par de minutos antes no había sentido la más mínima molestia.

Ahora, sentado en esta incómoda silla, me doy cuenta de que fui demasiado optimista ante la llegada del primer aviso lanzado por mi anatomía. Fue una leve punzada. Sentí un ligero agarrotamiento de los músculos plantares y un mínimo movimiento ascendente del gemelo. Es cierto que me asusté un poco pero, soberbio por mi despliegue físico, me convencí a mí mismo de que era algo normal a esas alturas de la prueba y que no tendría problemas para continuar. Orgulloso por la estoica decisión y empujado por lo narcisista de mi carácter, seguí trotando.

A los pocos segundos yacía en el suelo. Gritaba como un cochinillo al que se le ha asestado una puñalada mortal en plena matanza. Efectivamente, había llegado mi San Martín. Y yo sin esperarlo. Lo cierto es que no me puse a llorar porque me percaté a tiempo de que un señor mayor -rondaría los setenta años, sin exagerar-, al que un par de kilómetros atrás había superado con exuberante suficiencia, se había parado a mi lado y me miraba mostrando compasión y condescendencia sin ninguna clase de disimulo. El abuelo, en mi opinión, herido en su orgullo tras haber sido adelantado a escasos kilómetros de la meta, me preguntó si estaba bien. El patético gemido que obtuvo como respuesta fue el origen de una reacción que me sorprendió mucho. El señor reanudó la marcha a toda prisa. Una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su rostro delataba su convencimiento de que ya no sería rival para él.

Por un momento pensé que iba a fallecer allí tirado, retorciéndome de dolor, pero la asistencia de mi cuñado Jaume, que había decidido no ir a tope para compartir la carrera conmigo, recondujo la protestona musculatura hasta su lugar de origen. Ya más calmado le dije a mi compañero de fatigas que siguiera sin mí, que ya quedaba poco para el final y que ya llegaría. No había acabado de pronunciar la frase cuando Jaume se alejaba con grandes zancadas para recuperar el tiempo perdido al lado del mierda de su cuñado. Es broma. Muchas gracias por tu ayuda.

Al final, pude recuperar algo el tono muscular y acabé en menos tiempo del que esperaba. Aún así, todavía experimento las secuelas de aquel exceso cada vez que me pongo en pie.

En cualquier caso, no es la explicación de mis percances el objeto de esta entrada. Hace tres semanas explicaba en este mismo blog mi más que satisfactoria experiencia por las pistas y senderos del Garraf, explicaba lo maravilloso de poder correr por un entorno natural y lo sensacional que es sentirse concentrado y exigido por la dificultad del terreno. Hoy, inspirado por la música de Radiohead, me apetece reflexionar sobre otro componente no menos importante en la consecución de esa explosión de vida que siento al correr al aire libre. Estoy hablando de la compañía de los amigos.

Lo cierto es que tanto en la Marxa del Garraf como en la del Montnegre tuve la fortuna de correr al lado de dos verdaderos amigos. Uno, que por su juventud me hace sentir acompañado de un hermano menor. El otro, que por su ejemplar modo de ser me hace sentir acompañado de un hermano mayor. Saúl, el más joven, es sensible y espabilado. Alberga dudas sobre su futuro y yo quiero estar cerca de él para ver cómo se las apaña. Jaume, el menos joven, es inteligente , perseverante, divertido y honesto. Su ejemplo me ayuda a dibujar la imagen mental de cómo quiero ser en el futuro. A ambos, gracias. Vuestra presencia ha sido, sin duda, lo mejor de las dos citas con la montaña.

Por cierto, y hablando de amigos, Manel, recuerda que en enero es la de Castellbisbal.