jueves, 28 de abril de 2011

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Hace dos días acabé esta novela de Muñoz Molina. No es usual que comente libros en este espacio pero esta vez no he podido resistirme. Sobre todo, porque me ha parecido una lectura magistral.

La noche de los tiempos es una novela ambientada en el Madrid del 36. Es un libro para leer con calma, largo y muy bien escrito. Es una novela de amor, un amor condicionado por la situación social y familiar de los personajes en medio del ambiente enrarecido y previo a la Guerra Civil Española. El autor hace que entres en ese mundo, que te pongas en la piel de las personas que vivieron aquel desastre. Ha sido, sin duda alguna, uno de los mejores libros que he leído.

Permitidme que trancriba aquí algunas líneas. Espero que Muñoz Molina no me pida royalties a cambio...

En la guerra nadie entiende nada. Los que parecen entender algo son los más farsantes de todos, los más dementes o los más peligrosos...

...nada de un ejército y otro y una batalla con avances y retrocesos y luego suena una corneta y se ha acabado todo y hay que recoger a los muertos. En la guerra no sabe nadie lo que está pasando. Los militares profesionales fingen que lo saben pero no es verdad. A lo único que han aprendido en el mejor de los casos es a disimular, o a empujar a otros para que vayan por delante. Estalla una bomba y te matan o te quedas desangrándote y sujetándote los intestinos con las manos, o te quedas ciego, o sin las piernas, o sin la mitad de la cara...
Sencillamente, estremecedor. Estremecedor y real. Como la guerra misma. Como el golpe de estado perpetrado por unos cuantos.

domingo, 24 de abril de 2011

KILÓMETROS

Eran las ocho de la tarde y sentía una agitación extraña, una enmarañada ansiedad. Entendí el mensaje que subrepticiamente estaba percibiendo y me calcé las zapatillas. Me até los cordones como aquel hombre me había enseñado: de abajo hacia arriba y estirando bien de la lengüeta hacia afuera antes de anudarlos con fuerza. La vaselina se adhería sin dificultad a los pezones. La repartí de forma uniforme para maximizar la superficie que debería proteger. Una vez embadurnado con la gelatinosa sustancia me enfundé la camiseta técnica. Cogí el reloj y comprobé que el cronómetro funcionaba correctamente. Ya estaba listo para partir y, como casi siempre, no tenía demasiado claro cuánto tiempo iba a correr ni hacia dónde lo iba a hacer. Solo sabía, como casi siempre, que necesitaba salir a la calle para conectarme con el asfalto, ese asfalto de aspecto rugoso que hace retumbar mis articulaciones de forma constante, que me golpea y me despierta, a través del que se filtra mi ansiedad, toda la inseguridad que he ido acumulando a lo largo del día, todo ese miedo que, difuso, se ha ido instaurando en mi interior. Ese gris asfalto que no me pide cuentas, que me sirve de apoyo y me ayuda a hacerme fuerte. Un asfalto que me convierte más en mí mismo y me otorga confianza.

Besé en los labios a mi mujer, besé en la frente a mi hijo y cerré la puerta tras de mí, con el corazón algo acelerado por la inmediatez de la carrera, sin saber todavía cuánto tiempo estaría fuera o hacia dónde me dirigiría, confiando en el azar, encomendándome a un saber no consciente, dispuesto a reencontrarme conmigo mismo, a expulsar a través de mis poros toda aquella indescriptible inquietud, dispuesto a concentrarme en los pasos que iba a dar, en todas las calles que iba a cruzar, aquellas calles que muchas veces no conocía, en las que solo me orientaba parcialmente y a las que buscaba el final ,un tanto azorado, para reencontrar la ruta extraviada. Rutas improvisadas, estipuladas de forma impulsiva por mi estado interno, ahora por aquí, ahora girando más allá, dirigiéndome instintivamente hacia una zona verde o hacia alguna luz de recinto deportivo, atravesando varias localidades diferentes, cruzando la frontera de varios municipios con la tranquilidad del turista que sabe que su camino es de ida y vuelta, transitando pausadamente, disfrutando de lo cambiante de los edificios, sorprendiéndome con las diferencias en el paisaje y en el diverso estatus económico de los habitantes de aquellas localidades que circundan la gran urbe, preguntándome cómo a tan poca distancia la realidad que las personas viven puede ser tan diferente.

Los primeros metros siempre son difíciles de asimilar. El corazón protesta por el cambio de ritmo, trata de mantenerse en reposo, en su estadio inicial. Se hace el remolón y se resiste a ser dominado por la mente. Pero la mente insiste y utiliza sus artimañas para llevarlo a su terreno. Le dice que lo hace por él, que los inicios son difíciles, que el sufrimiento será momentáneo, que enseguida se sentirá mejor y que al ponerse a bombear con fuerza se sentirá poderoso de nuevo. Lo seduce, insinúa que es indispensable, que ella no puede compararse al lado de esa potente musculatura, capaz de mover con espectacular dinamismo litros y litros de sangre; miente diciendo que le gustaría ser como él, tan aguerrido, tan fuerte, tan pasional. Le convence una y otra vez, a cada paso, a cada zancada, progresivamente más larga y vanidosa la una que la inmediatamente anterior.

Las gotas de sudor se hacen visibles. Las piernas empiezan a desentumecerse y la circulación de la sangre impulsada por el ingenuo y honesto corazón llega a todos los rincones del cuerpo. Ahora la mente ha tomado el control aunque en realidad nunca dejó de ostentarlo. La mente siempre nos controla aunque no lo sepamos. La mente, ya disociada del ajetreo corporal, de la cadencia rítmica de los pasos, del acompasado vaivén de los pulmones, toma el control y empieza a hablarme de cómo nos va. Se aclara, se siente libre para contactar conmigo y confesar su percepción de nuestro mundo; mi mente al fin deja caer sobre el asfalto grisáceo las cadenas que la atenazan, un asfalto que devuelve, testarudo, los golpes que de forma constante le asesto con las plantas de mis pies, plantas endurecidas por los kilómetros, resignadas ya a mi obsesión, intrigadas por la dirección que tomarán. Y sudo. Y hablo contigo, mente, que te ordenas a base de correr, que me entiendes a base de subyugar al corazón y sintonizarlo con nosotros, contigo, mente, contigo y conmigo, juntos los tres por las calles sin nombre, a través de las cuales surcamos nuestro inconsciente y vamos entendiendo que la indefinición forma parte de nuestra manera de ser, así, tan callados y observadores, tan expectantes del amor de los demás, de su aceptación y estima.

Las piernas ya engrasadas, el torso inundado y la visión clara. El diálogo diáfano, nuestras voces entrecruzadas y nuestras posturas ya reconciliables. Empatizamos y nos sentimos a gusto el uno con el otro. E intentamos ponernos manos a la obra para solucionar nuestros problemas mientras el fuerte y pasional corazón hace su trabajo de forma eficiente. Mientras tú y yo pensamos en el futuro, en los kilómetros de responsabilidades que tendremos que afrontar, en el pequeño al que acunar, al que proteger y educar, sin más ayuda que nuestro propio criterio, un criterio a todas luces inmaduro y preocupado por no saber dar la talla frente a semejante desafío, preocupado por no saber entregarse lo suficiente o por no saber indicar un camino correcto, el camino que él habrá de recorrer por sí mismo. Pero cuando ya hemos dejado algunos miles de metros atrás, cuando ya han quedado tantas dudas tatuadas en el asfalto de tantas carreteras secundarias de tantos suburbios, cuando parecen que ya no nos van a poder dar alcance, entonces pienso en él, en su fragilidad, en el color rosado de su tez. Y pierdo el miedo. Y lo dejo en el camino. Y tú, mente, y yo nos ponemos en manos del valiente corazón para ofrecernos sin más restricciones al pequeño, quien cada día nos dará una nueva lección sin proponérselo.

Llego cansado. Relajo los músculos y la cháchara interna. Estiro mis piernas y les doy las gracias por aguantar el trajín que les he impuesto sin consultar con ellas. Y la mente, callada, y el corazón, satisfecho, bendicen la carrera y se suman a la aparente rendición del espíritu. Entonces cruzo el umbral de mi hogar y antes de darme una ducha reparadora besó a mi mujer en los labios y me dirijo a la cuna en la que yace la sonriente criatura y, a pesar de que aún no me entiende, le digo que le quiero más de lo que hubiera podido imaginar. Acaricio su mentón y su sonrosada mejilla. Le acaricio el lóbulo de la oreja y le beso entre los ojos al tiempo que me agarra la punta de la nariz con sus diminutos pero fuertes dedos. Y nosotros, mente, corazón, no podemos evitar conmovernos. Sentirnos plenos, admiradores de esta vida que guarda aún tantos secretos, tantos miedos y tantos kilómetros por recorrer.