lunes, 11 de julio de 2011

domingo, 3 de julio de 2011

ÀLEX

Es la primera vez que escribo en este espacio desde que mi hijo naciera el pasado 27 de mayo. Han sido días en los que he experimentado una ingente cantidad de sentimientos contrapuestos: alegría indescriptible, preocupación ante cualquier eventualidad negativa, paz interior ante la contemplación de ese perfecto ser, ansiedad por no saber cómo actuar cuando muestra su incomodidad...

En cualquier caso, no ha sido la diversidad ni lo contradictorio de los sentimientos lo que más me ha sorprendido sino que ha sido la profundidad de los mismos lo que no esperaba o no había sabido imaginar. Y me explico. Durante el embarazo tuve unos ocho meses para mentalizarme de todo lo que se me vendría encima. Me imaginé cientos de situaciones en las que me vería involucrado y que harían diferente mi cotidianeidad. Me imaginé durmiendo poco. Me imaginé cambiando pañales y preparando biberones. Pensé en lo sacrificado de los primeros meses, en lo que el nacimiento de Àlex modificaría mi relación de pareja. Especulé acerca de cuántos hábitos adquiridos iban a cambiar. Me estremecí ante una eventual pérdida de mis reparadoras siestas. Imaginé, como he dicho, cientos, miles de momentos de futuro, momentos en los que ya estaría presente el joven de la foto, aunque entonces no supiera el aspecto que iba a tener.

Lo que no pude imaginar, a pesar de las advertencias y comentarios de amigos y familiares que ya habían sido padres, es el profundo sentimiento de conexión que se genera con el pequeño en cuanto lo ves nacer. Por lo menos eso es lo que yo sentí aquel (qué lejos queda ya) veintisiete de mayo.

Eran las 11:20 AM. El proceso de dilatación había sido rápido y doloroso. Mi esposa, tranquila tras la administración de una fuerte droga, empujó con fuerza por última vez. La ginecóloga, de la que yo me encontraba a menos de veinte centímetros, efectuó un prodigioso giro de muñeca y arrastró hacia fuera la cabeza de mi bebé (ayudándose de un artilugio que hizo flaquear mis piernas cuando lo visioné por primera vez). Ese fue el preciso momento. Fue el instante en el que vi cómo lo sacaban, con su cabeza llena de pelo, envuelto en líquido amniótico y en sangre (mucha sangre), con los ojos abiertos y una extraña sensación de perplejidad dibujada en su rostro, una cara que parecía pedir explicaciones por aquel atropello, cuando sentí algo que jamás hubiera podido imaginar. Podría ser tachado de patético. Quizás de cursi, no sin motivo. Pero sólo puedo escribir que en aquel instante, en el instante en que toda mi atención se focalizó en aquel regalo de la naturaleza, sentí de forma irremediablemente veraz y profunda, una certeza que nunca antes había experimentado. Entendí que aquel ser humano se acababa de convertir de forma automática en la mayor fuente de mis alegrías y, a su vez y de forma inevitable, en la mayor fuente de mis preocupaciones.

Hoy, cinco semanas después de su nacimiento, puedo decir de forma abierta y sin nigún tipo de vergüenza que este pequeño ser me ha descubierto aspectos nuevos de mí mismo que desconocía. Hoy, cinco semanas después de ver su pringosa jeta, me doy cuenta de que mi felicidad ya depende de forma absoluta de la suya.

Qué le vamos a hacer. Es ley de vida, o como escribe su tía Marta, es cuestión de prioridades.