domingo, 4 de diciembre de 2011

Love of Lesbian - Musics amb nassos - Un día en el parque



Éste es un vídeo inédito y solidario de los Love of Lesbian con motivo del décimo aniversario de la ONG Pallapupas, payasos de hospital. La canción que interpreta Santi Balmes es Un día en el parque y tenía ganas de colgarla porque desde hace seis meses este tema tiene connotaciones muy diferentes para mí. Ahora entiendo de qué va. Ahora, seis meses después del nacimiento de mi hijo, comprendo el significado completo de ese pasaje: ha sido una mañana inolvidable, como todas las que pasan en un parque. Ahora, seis meses más tarde, entiendo la parte en la que dice: quizás no importa el sitio y eso está de más. O esa frase, para mí llena de sentido, en la que dice: si de todos mis delirios y mis cuentos sólo el tuyo ha mejorado el argumento...

Mataré monstruos por ti. Qué diferente me suena ahora. No puedo evitar emocionarme al pensar en lo afortunado que soy.

lunes, 28 de noviembre de 2011

NACHO UMBERT - EL MORT I EL DEGOLLAT



Segundo disco de Nacho Umbert y la compañía. Este tipo es muy bueno...

viernes, 11 de noviembre de 2011

GIRLS - VOMIT



Lo mejor es escuchar esta canción lo más lejos posible de un revólver.

jueves, 10 de noviembre de 2011

viernes, 14 de octubre de 2011

lunes, 11 de julio de 2011

domingo, 3 de julio de 2011

ÀLEX

Es la primera vez que escribo en este espacio desde que mi hijo naciera el pasado 27 de mayo. Han sido días en los que he experimentado una ingente cantidad de sentimientos contrapuestos: alegría indescriptible, preocupación ante cualquier eventualidad negativa, paz interior ante la contemplación de ese perfecto ser, ansiedad por no saber cómo actuar cuando muestra su incomodidad...

En cualquier caso, no ha sido la diversidad ni lo contradictorio de los sentimientos lo que más me ha sorprendido sino que ha sido la profundidad de los mismos lo que no esperaba o no había sabido imaginar. Y me explico. Durante el embarazo tuve unos ocho meses para mentalizarme de todo lo que se me vendría encima. Me imaginé cientos de situaciones en las que me vería involucrado y que harían diferente mi cotidianeidad. Me imaginé durmiendo poco. Me imaginé cambiando pañales y preparando biberones. Pensé en lo sacrificado de los primeros meses, en lo que el nacimiento de Àlex modificaría mi relación de pareja. Especulé acerca de cuántos hábitos adquiridos iban a cambiar. Me estremecí ante una eventual pérdida de mis reparadoras siestas. Imaginé, como he dicho, cientos, miles de momentos de futuro, momentos en los que ya estaría presente el joven de la foto, aunque entonces no supiera el aspecto que iba a tener.

Lo que no pude imaginar, a pesar de las advertencias y comentarios de amigos y familiares que ya habían sido padres, es el profundo sentimiento de conexión que se genera con el pequeño en cuanto lo ves nacer. Por lo menos eso es lo que yo sentí aquel (qué lejos queda ya) veintisiete de mayo.

Eran las 11:20 AM. El proceso de dilatación había sido rápido y doloroso. Mi esposa, tranquila tras la administración de una fuerte droga, empujó con fuerza por última vez. La ginecóloga, de la que yo me encontraba a menos de veinte centímetros, efectuó un prodigioso giro de muñeca y arrastró hacia fuera la cabeza de mi bebé (ayudándose de un artilugio que hizo flaquear mis piernas cuando lo visioné por primera vez). Ese fue el preciso momento. Fue el instante en el que vi cómo lo sacaban, con su cabeza llena de pelo, envuelto en líquido amniótico y en sangre (mucha sangre), con los ojos abiertos y una extraña sensación de perplejidad dibujada en su rostro, una cara que parecía pedir explicaciones por aquel atropello, cuando sentí algo que jamás hubiera podido imaginar. Podría ser tachado de patético. Quizás de cursi, no sin motivo. Pero sólo puedo escribir que en aquel instante, en el instante en que toda mi atención se focalizó en aquel regalo de la naturaleza, sentí de forma irremediablemente veraz y profunda, una certeza que nunca antes había experimentado. Entendí que aquel ser humano se acababa de convertir de forma automática en la mayor fuente de mis alegrías y, a su vez y de forma inevitable, en la mayor fuente de mis preocupaciones.

Hoy, cinco semanas después de su nacimiento, puedo decir de forma abierta y sin nigún tipo de vergüenza que este pequeño ser me ha descubierto aspectos nuevos de mí mismo que desconocía. Hoy, cinco semanas después de ver su pringosa jeta, me doy cuenta de que mi felicidad ya depende de forma absoluta de la suya.

Qué le vamos a hacer. Es ley de vida, o como escribe su tía Marta, es cuestión de prioridades.

martes, 14 de junio de 2011

jueves, 28 de abril de 2011

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Hace dos días acabé esta novela de Muñoz Molina. No es usual que comente libros en este espacio pero esta vez no he podido resistirme. Sobre todo, porque me ha parecido una lectura magistral.

La noche de los tiempos es una novela ambientada en el Madrid del 36. Es un libro para leer con calma, largo y muy bien escrito. Es una novela de amor, un amor condicionado por la situación social y familiar de los personajes en medio del ambiente enrarecido y previo a la Guerra Civil Española. El autor hace que entres en ese mundo, que te pongas en la piel de las personas que vivieron aquel desastre. Ha sido, sin duda alguna, uno de los mejores libros que he leído.

Permitidme que trancriba aquí algunas líneas. Espero que Muñoz Molina no me pida royalties a cambio...

En la guerra nadie entiende nada. Los que parecen entender algo son los más farsantes de todos, los más dementes o los más peligrosos...

...nada de un ejército y otro y una batalla con avances y retrocesos y luego suena una corneta y se ha acabado todo y hay que recoger a los muertos. En la guerra no sabe nadie lo que está pasando. Los militares profesionales fingen que lo saben pero no es verdad. A lo único que han aprendido en el mejor de los casos es a disimular, o a empujar a otros para que vayan por delante. Estalla una bomba y te matan o te quedas desangrándote y sujetándote los intestinos con las manos, o te quedas ciego, o sin las piernas, o sin la mitad de la cara...
Sencillamente, estremecedor. Estremecedor y real. Como la guerra misma. Como el golpe de estado perpetrado por unos cuantos.

domingo, 24 de abril de 2011

KILÓMETROS

Eran las ocho de la tarde y sentía una agitación extraña, una enmarañada ansiedad. Entendí el mensaje que subrepticiamente estaba percibiendo y me calcé las zapatillas. Me até los cordones como aquel hombre me había enseñado: de abajo hacia arriba y estirando bien de la lengüeta hacia afuera antes de anudarlos con fuerza. La vaselina se adhería sin dificultad a los pezones. La repartí de forma uniforme para maximizar la superficie que debería proteger. Una vez embadurnado con la gelatinosa sustancia me enfundé la camiseta técnica. Cogí el reloj y comprobé que el cronómetro funcionaba correctamente. Ya estaba listo para partir y, como casi siempre, no tenía demasiado claro cuánto tiempo iba a correr ni hacia dónde lo iba a hacer. Solo sabía, como casi siempre, que necesitaba salir a la calle para conectarme con el asfalto, ese asfalto de aspecto rugoso que hace retumbar mis articulaciones de forma constante, que me golpea y me despierta, a través del que se filtra mi ansiedad, toda la inseguridad que he ido acumulando a lo largo del día, todo ese miedo que, difuso, se ha ido instaurando en mi interior. Ese gris asfalto que no me pide cuentas, que me sirve de apoyo y me ayuda a hacerme fuerte. Un asfalto que me convierte más en mí mismo y me otorga confianza.

Besé en los labios a mi mujer, besé en la frente a mi hijo y cerré la puerta tras de mí, con el corazón algo acelerado por la inmediatez de la carrera, sin saber todavía cuánto tiempo estaría fuera o hacia dónde me dirigiría, confiando en el azar, encomendándome a un saber no consciente, dispuesto a reencontrarme conmigo mismo, a expulsar a través de mis poros toda aquella indescriptible inquietud, dispuesto a concentrarme en los pasos que iba a dar, en todas las calles que iba a cruzar, aquellas calles que muchas veces no conocía, en las que solo me orientaba parcialmente y a las que buscaba el final ,un tanto azorado, para reencontrar la ruta extraviada. Rutas improvisadas, estipuladas de forma impulsiva por mi estado interno, ahora por aquí, ahora girando más allá, dirigiéndome instintivamente hacia una zona verde o hacia alguna luz de recinto deportivo, atravesando varias localidades diferentes, cruzando la frontera de varios municipios con la tranquilidad del turista que sabe que su camino es de ida y vuelta, transitando pausadamente, disfrutando de lo cambiante de los edificios, sorprendiéndome con las diferencias en el paisaje y en el diverso estatus económico de los habitantes de aquellas localidades que circundan la gran urbe, preguntándome cómo a tan poca distancia la realidad que las personas viven puede ser tan diferente.

Los primeros metros siempre son difíciles de asimilar. El corazón protesta por el cambio de ritmo, trata de mantenerse en reposo, en su estadio inicial. Se hace el remolón y se resiste a ser dominado por la mente. Pero la mente insiste y utiliza sus artimañas para llevarlo a su terreno. Le dice que lo hace por él, que los inicios son difíciles, que el sufrimiento será momentáneo, que enseguida se sentirá mejor y que al ponerse a bombear con fuerza se sentirá poderoso de nuevo. Lo seduce, insinúa que es indispensable, que ella no puede compararse al lado de esa potente musculatura, capaz de mover con espectacular dinamismo litros y litros de sangre; miente diciendo que le gustaría ser como él, tan aguerrido, tan fuerte, tan pasional. Le convence una y otra vez, a cada paso, a cada zancada, progresivamente más larga y vanidosa la una que la inmediatamente anterior.

Las gotas de sudor se hacen visibles. Las piernas empiezan a desentumecerse y la circulación de la sangre impulsada por el ingenuo y honesto corazón llega a todos los rincones del cuerpo. Ahora la mente ha tomado el control aunque en realidad nunca dejó de ostentarlo. La mente siempre nos controla aunque no lo sepamos. La mente, ya disociada del ajetreo corporal, de la cadencia rítmica de los pasos, del acompasado vaivén de los pulmones, toma el control y empieza a hablarme de cómo nos va. Se aclara, se siente libre para contactar conmigo y confesar su percepción de nuestro mundo; mi mente al fin deja caer sobre el asfalto grisáceo las cadenas que la atenazan, un asfalto que devuelve, testarudo, los golpes que de forma constante le asesto con las plantas de mis pies, plantas endurecidas por los kilómetros, resignadas ya a mi obsesión, intrigadas por la dirección que tomarán. Y sudo. Y hablo contigo, mente, que te ordenas a base de correr, que me entiendes a base de subyugar al corazón y sintonizarlo con nosotros, contigo, mente, contigo y conmigo, juntos los tres por las calles sin nombre, a través de las cuales surcamos nuestro inconsciente y vamos entendiendo que la indefinición forma parte de nuestra manera de ser, así, tan callados y observadores, tan expectantes del amor de los demás, de su aceptación y estima.

Las piernas ya engrasadas, el torso inundado y la visión clara. El diálogo diáfano, nuestras voces entrecruzadas y nuestras posturas ya reconciliables. Empatizamos y nos sentimos a gusto el uno con el otro. E intentamos ponernos manos a la obra para solucionar nuestros problemas mientras el fuerte y pasional corazón hace su trabajo de forma eficiente. Mientras tú y yo pensamos en el futuro, en los kilómetros de responsabilidades que tendremos que afrontar, en el pequeño al que acunar, al que proteger y educar, sin más ayuda que nuestro propio criterio, un criterio a todas luces inmaduro y preocupado por no saber dar la talla frente a semejante desafío, preocupado por no saber entregarse lo suficiente o por no saber indicar un camino correcto, el camino que él habrá de recorrer por sí mismo. Pero cuando ya hemos dejado algunos miles de metros atrás, cuando ya han quedado tantas dudas tatuadas en el asfalto de tantas carreteras secundarias de tantos suburbios, cuando parecen que ya no nos van a poder dar alcance, entonces pienso en él, en su fragilidad, en el color rosado de su tez. Y pierdo el miedo. Y lo dejo en el camino. Y tú, mente, y yo nos ponemos en manos del valiente corazón para ofrecernos sin más restricciones al pequeño, quien cada día nos dará una nueva lección sin proponérselo.

Llego cansado. Relajo los músculos y la cháchara interna. Estiro mis piernas y les doy las gracias por aguantar el trajín que les he impuesto sin consultar con ellas. Y la mente, callada, y el corazón, satisfecho, bendicen la carrera y se suman a la aparente rendición del espíritu. Entonces cruzo el umbral de mi hogar y antes de darme una ducha reparadora besó a mi mujer en los labios y me dirijo a la cuna en la que yace la sonriente criatura y, a pesar de que aún no me entiende, le digo que le quiero más de lo que hubiera podido imaginar. Acaricio su mentón y su sonrosada mejilla. Le acaricio el lóbulo de la oreja y le beso entre los ojos al tiempo que me agarra la punta de la nariz con sus diminutos pero fuertes dedos. Y nosotros, mente, corazón, no podemos evitar conmovernos. Sentirnos plenos, admiradores de esta vida que guarda aún tantos secretos, tantos miedos y tantos kilómetros por recorrer.

sábado, 19 de marzo de 2011

BOOMERANG

Qué deliciosa canción.

miércoles, 16 de febrero de 2011

EL KAMENI

Me llamaba la atención el continuado trajín de aquella esquina. Era evidente que ese punto era el lugar de paso de cientos de personas. Quizás interconectaba dos centros neurálgicos del barrio. Quizás su cercanía a la estación de metro lo convertía en un estratégico emplazamiento para los viandantes. Aún así, la gente pasaba a mi lado sin mirarme, embotados en sus propias mentes, divagando, planificando el futuro o discutiendo consigo mismos acerca de algún acontecimiento pasado. Yo estaba sentado en la escalera de un portal cualquiera, uno de los cientos de portales iguales de aquel vecindario. Escuchaba Los Planetas en mi MP3. Para mí, el MP3 era lo máximo, era mi entrada triunfal en el mundo tecnológico. Aquel aparatejo era el futuro mismo encajado en unos pocos centímetros. Sin embargo, y a pesar de mi fascinación por aquel instrumento de ciencia ficción, mis amigos me miraban con cara rara cuando les decía que utilizaba un MP3 para escuchar música. Alguno se reía y me explicaba, con la compasión del que trata a un niño enfermo, que el MP3 formaba parte de la prehistoria, que había que evolucionar, que hoy en día sin un terminal con conexión a Internet no eras nadie. En pocas palabras, me trataban de gilipollas. Me daba igual. A mí, el MP3 me iba bien. Era pequeño, fácil de usar y en él podía llevar un montón de discos y canciones diferentes. Aquel día, además de Los Planetas, llevaba los últimos álbumes de Radiohead y los Artic Monkeys, el recopilatorio de Los Piratas y una joya en formato digital que solía escuchar cientos de veces al año, El Agila, de Extremoduro.

Con J cantándome al oído, me dio por seguir pensando. Siempre me había preguntado el porqué de mi tendencia al aislamiento. Allí sentado, mirando el tránsito humano, me daba cuenta de que aquella manera de vivir, tan alejada del contacto interpersonal, siempre había formado parte de mi carácter. Me gustaba sentarme y mirar a los demás, observar a las personas, su modo de actuar. Hace unos años me decía a mí mismo que ese comportamiento era consecuencia de una decisión consciente, que me gustaba hacerlo y punto. Sin más. En la actualidad no lo tenía tan claro. Era posible que aquel constructo personal solo fuera una excusa. Probablemente, todo aquel esfuerzo inconsciente por crear una identidad de tío intelectual y progre no era más que una burda falacia, una mentira para no reconocer que no era capaz de reunir el suficiente valor como para tomar decisiones. Demasiado atenazado como para contactar con los demás. Amordazado por el miedo al rechazo. Sumido en esos pensamientos, decidí subir el volumen de mi MP3 y bajar el de mi conciencia. Es preferible gastar el tímpano que el corazón.

Golpeaba rítmicamente mis piernas con los ojos cerrados. Estaba totalmente entregado a una melodía de Los Piratas cuando noté sobre mi hombro izquierdo unos golpecitos. Mi amigo Nacho movía los labios y gesticulaba frente a mí. Como tenía la música a toda pastilla, no escuché lo que me decía. Nacho, en realidad, se llamaba Juan José. Empezamos a llamarle Nacho algunos años atrás. Su parecido físico con el actor porno de moda nos condujo a rebautizarlo así. Ni que decir tiene que su morfología facial o corporal en nada se parecía a la del famoso follador. Mi amigo era ostensiblemente más delgado y mucho menos rocoso que el actor. Pero Juan José tenía un atributo físico que le emparentaba con nuestro ídolo cinematográfico: el extremo grosor de su pene. El pene de Juan José no era demasiado largo pero, realmente, su diámetro era algo fuera de lo común. Recuerdo que la primera vez que le vi la polla, en el vestuario del colegio, pensé que aquello solo podía ser consecuencia de una mutación genética o de una mala praxis quirúrgica. Probablemente, habría utilizado el extensor de penes anunciado en la televisión de forma errónea. Para mí era la única explicación plausible. En serio, esa polla estaba tremendamente desproporcionada. Se hacía incluso difícil catalogarla como tal. Más bien parecía un boniato ensanchado por la base. Evidentemente, Juan José se hizo un hueco en el olimpo de nuestros mitos adolescentes. Nuestros héroes de la época fueron Laudrup, Jim Morrison, Kim Basinger y la excepcional y digna de estudio verga de Juan José. Por supuesto, los del equipo de fútbol le pedíamos en cada entrenamiento que nos hiciera una exhibición. Le implorábamos que se la tocara un poco para verla erecta y que pudiéramos calibrar mejor la dimensión de semejante nabo. Juan José se convirtió en Nacho. Y ahora Nacho, el de la polla gorda, me estaba hablando.

Me quité los auriculares y extendí mi mano hacia él, agitando los dedos como si estuvieran vibrando.

- ¿Qué dices? -era la frase de moda entre los que aparentábamos ser de barrio.

Nacho, el del pollón, hizo lo mismo. Nos acariciamos los dedos y chocamos los puños.

- ¿Qué pasa puto? ¿Me has escuchado?

- No, tenía la música a tope. -Me excusé.

-¿Música? Si tú no tienes ni puta idea de lo que es eso. Seguro que estarías con el maricón ese del Manolo García o con algún grupo de esos que escuchan los gafapasta. ¿Miento? -muchas veces acababa las frases con esa inquietante pregunta. Me parecía una expresión de persona mayor. La abuela de mi vecina Marga también la utilizaba mucho "Marga, se me ha salido la sonda, ¿miento?"

- Eres un enterao.

-Ya, pero es verdad. ¿Miento? A ver cuándo te decides y te pasas de una puta vez a los clásicos. Me avergüenza ser amigo de un notas que no ha escuchado los mejores discos de ACDC o de Deep Purple.

- Anda, vámonos, poeta. -Dije. Nacho sonreía. Era esa clase de persona que te transmite buenas vibraciones aunque te esté humillando de la forma más vil. Me caía bien porque era un tipo que, a pesar de su ácido sentido del humor, nunca tenía la intención de herir a nadie. Decía lo que pensaba y no había dobleces en su forma de ser. Nacho era simpático por naturaleza. Además, tenía una polla realmente extravagante.

Bajamos la calle a buen ritmo. El empedrado estaba húmedo y había que tener cuidado de no resbalar. El clima de la ciudad se asemejaba al ánimo de sus habitantes: templado y poco dado a los extremos. El visitante ocasional, usualmente, solía llevarse una grata primera impresión. Sentía que el clima de aquella ciudad era benévolo. Ni muy cálido ni muy frío. Pero pronto se sentía traicionado por aquella tremenda humedad, una humedad troyana que, a la que aquel se descuidaba, se acababa colando por la puerta de atrás de su piel y se acomodaba en sus huesos, conquistando así su ánimo, templado y poco dado a los extremos a partir de aquel instante.

Con las manos en los bolsillos iba mirando los escaparates. Nacho miraba a las chicas que se cruzaban a nuestro paso. De vez en cuando, yo también reparaba en alguna mujer. Para ser sincero, tendía a fijarme en las mujeres rubias en edad madura. No sé, llamaban mi atención más que cualquier otro tipo de mujer. Nacho me decía que eso era de fetichista y de enfermo. Su teoría al respecto era que yo había nacido con una tara en el cerebro y que por eso era tan raro y me gustaban las viejas y los moñones como los Deluxe, que a los tíos, por naturaleza, nos gustan las chicas más jóvenes que nosotros, que eso era ley universal. Yo me pasaba sus leyes universales y sus infundadas teorías por el mismísimo forro.

Entramos en el bar de las reuniones. Pedimos dos medianas. El camarero, muy profesional, tomó nota e, inopinadamente, no nos lanzó ninguna mirada desaprobatoria. A las siete de la mañana era más normal haber pedido un par de cafés pero el tío ni se inmutó. Supongo que el hecho de trabajar en un bar de los suburbios te cura de espanto.

- Bueno puto, ¿qué cojones vamos a hacer con el equipo? -me soltó apurando la sucia copa. La verdad es que la limpieza de aquel local y la de su cubertería dejaban mucho que desear pero era nuestro bar de las reuniones y eso era lo que contaba. Lo que allí se decidía iba a misa.

- No sé, tío. Estoy a punto de tirar la toalla. -me sinceré- Estoy hasta los huevos de pasarlo mal. Yo juego para divertirme, no para irme a casa deseando partirle la cara a más de uno.

- Venga, tronco. No dramatices, que siempre estás con la misma cantinela. - me lo soltó a bocajarro, el muy hijo de puta.

- Oye Nacho, no me toques los cojones que ya sabes de qué te estoy hablando. Estoy muy cansado de ver las estupideces que veo. Y el problema es que la cosa cada vez está peor. -Era lo que sentía. Las últimas semanas se habían convertido en un suplicio para mí. Habíamos perdido las ganas de divertirnos. Se esfumaba la ilusión y ésta era sustituida por la desidia y la frustración.

- Tranqui, nen. Sé que estamos en un momento bajo pero de peores hemos salido. Y tú lo sabes. Acuérdate de cuando estuvimos al borde de la desaparición por culpa del desfalco que nos hizo el Kameni. -El Kameni era un compañero de raza negra que jugaba de portero en nuestro equipo. A pesar de ser originario de Lagos, le apodábamos el Kameni porque decía que era primo lejano del portero del equipo de nuestra ciudad. Su verdadero nombre era impronunciable, por lo menos para alguien que no fuera subsahariano, así que decidimos llamarle Kameni. Años atrás, en un duro partido de regional, el Kameni sufrió una fuerte caída y se lesionó la espalda, lo que le inhabilitó para la práctica del fútbol, cosa que tampoco nos fue mal porque mira que era malo el tío. Gracias a él descubrimos que no todos los negros son ágiles como felinos. Pero el Kameni quiso seguir formando parte del club por amor al arte y por compromiso social. Decía que nuestro equipo le había ayudado a integrarse en una nueva sociedad y que eso merecía una contrapartida, que nos estaba muy agradecido y que se sentía en la obligación moral de compensarnos, así que la junta directiva, o sea, Nacho y yo, decidimos que podía encargarse de gestionar las cuentas del club. Total, para cuatro ingresos y cuatro pagos que teníamos que hacer. El problema era que al desgraciao del Kameni le gustaba demasiado la coca y la fiesta. Además, se había quedado sin curro debido a la crisis inmobiliaria y, a consecuencia de ello, empezó a tirar de los fondos del club para financiar sus vicios. Tres meses después de descubrir el trapicheo, el tío seguía insistiendo en que todo aquel dinero se lo había enviado a su familia de Nigeria, pero en el barrio todos conocían las andanzas del africano, que ya se había hecho famoso por volcar sus alforjas sobre la barra del bar cuando se excedía con el alcohol.

-Además, -continuó Nacho- podemos reorientar la política del club, coño. Estamos a tiempo.

A veces, cuando escuchaba alguna frase de este estilo en boca de Nacho, me ponía negro. Pero, ¿qué coño de reorientar y qué coño de política del club? Si lo más parecido a reorientar algo que había hecho él era girar la cabeza del porro hacia arriba para que no se le cayera la grifa incandescente en el pantalón.

- Nacho, ¿qué coño me estás contando? Sabes que lo único que deberíamos reorientar es la nariz de estos gilipollas a base de patadas en la cara. Tío, de donde no hay no se puede sacar. -Lo cierto era que me escuchaba y me daba miedo a mí mismo. Nunca había estado con la moral tan baja. Nacho tenía razón en lo de que habíamos superado obstáculos en muchas otras ocasiones pero esta vez yo me sentía sin fuerzas para tratar de revertir la situación.

- ¿Puedes poner otro par de birras? -le preguntó al camarero. Éste asintió. Esta vez pareció sorprenderse un poco más, quizás por la velocidad de ejecución en nuestra ingesta cervecera. Aún así, aguantó el tipo sin torcer el gesto.

- Venga hombre, -continuó- no te vengas abajo, que esto va por épocas. Ha coincidido que hemos palmao un par de partidos seguidos y ya está. Verás como el próximo sábado, estamos otra vez de subidón. -Terminó la frase y se abalanzó sobre su copa. Se bebió más de media cerveza de un solo trago.

- No, Nacho. Que no es eso, joder. Lo de perder es lo de menos. El problema está en la actitud. Tío, lo del otro día fue patético. Sentí vergüenza ajena. No puede ser que vengan cuatro mataos y nos ganen andando. Joder, Nacho, que tú y yo nos seguimos dejando los huevos en el campo. -Con un punto de ira contenida, imité a mi interlocutor y apuré la Estrella.

- Vale, nen, tienes algo de razón pero tenemos que confiar en los chavales. En el fondo, el futuro del club está en sus manos. Si no se andan con ojo se irá todo a la mierda y años después se darán cuenta de lo gilipollas que fueron. Pero nosotros hemos disfrutado a tope durante mucho tiempo. Lo que nos venga por delante, bienvenido sea. -Nacho se acabó lo que quedaba en su vaso y alzó la mano en dirección al camarero.

- ¿Otra? -le pregunté un poco asustado. Beber tanto a primera hora de la mañana nunca me había sentado demasiado bien.

- Es que me he levantado con una sed perruna. -Chasqueó los dedos ante la indiferencia del experimentado restaurador.

- Vale, pero bajemos el ritmo que me veo durmiendo la mona antes del mediodía.

El camarero se acercó a la mesa para recoger las botellas vacías. Esta vez pude atisbar un ligero gesto de admiración en su rostro ante la nueva petición de mi compañero. Disimuladamente, dirigió una mirada hacia el reloj que colgaba de la pared. Las 7:23. El tío no dijo ni mu. Asintió y nos trajo otras dos medianas. Justo en ese momento escuchamos un repiqueteo metálico detrás de nosotros. Nos dimos media vuelta y miramos a la puerta de entrada. Allí estaba el Calvo, golpeando rítmicamente con su aifon en el portal acristalado. Entró sonriendo.

- Hijos de puta, ¿anda que me habéis esperado? -venía con cara de dormido pero contento- Anda, bebeos esa mierda y vamos a pedir algo que nos haga entrar en calor. -El tío venía fuerte. Nacho y yo obedecimos y nos bebimos las dos medianas de un golpe. El calvo pareció complacerse.

- A ver, picha, tres jotabés con cola. ¡Y rapidito que tenemos faena! -Esta vez, el camarero no pudo disimular su sorpresa. Se quedo mirándonos con cara de absoluto gilipollas. Estaba tan estupefacto que no se había percatado de la congelación de su ceja izquierda, arqueada, a la espera de una frase como: que es broma, tontorrón, pon tres cafés solos. -Oye, ¿te pasa algo? -inquirió el Calvo.

- Eh... No, no... En seguida os sirvo. -Balbuceó nuestro sirviente, todavía impactado por la contundencia de nuestra demanda.

El Calvo siempre llegaba tarde. Para él, las convenciones sociales o cualquier formalidad impuesta desde el exterior carecía de sentido y, mucho menos, de autoridad sobre su persona. El Calvo empezó a jugar con nosotros hacía más de una década. En su adolescencia había sido un central contundente, dominador del juego aéreo y con una técnica suficiente para el nivel en el que competía. En época juvenil, sus dotes de mando y su carácter ganador le habían llevado a la capitanía del mejor equipo del barrio, pero una terrible herencia en forma de alopecia galopante había acabado con su papel de líder de masas de una forma prematura. Su escalofriante descenso a los abismos del escalafón social le obligó a fichar por nuestro club para empezar de cero y tratar de devolver su autoestima a un grado en que pudiera vivir sin ideas suicidas. Personalmente, agradecía al destino, y al calvo de su padre, la incorporación de mi amigo al equipo. Era, sin dudarlo, uno de los tipos con más gracejo y sensibilidad artística que había conocido. Lo único que detestaba de su personalidad era esa inevitable tendencia a modernizarse permanentemente. El Calvo me criticaba con dureza ante mi ignorancia en temas informáticos o en cuanto a nuevas tendencias musicales se refería. Días antes había demostrado toda su mala leche humillándome públicamente por no saber bajarme un puto reproductor musical en el ordenador. Mi única alternativa frente a aquellas invectivas era demostrar mi superioridad intelectual a base de hablar de los pechos de su madre o de la capacidad succionadora de la zorra de su mujer. El calvo era uno de mis mejores amigos.

- ¿Qué pasa chavales? ¿Cómo va? Perdonad el retraso pero es que a mi hijo le ha dado por cagarse encima cuando salíamos de casa. -Sí, el Calvo era padre. Y, para sorpresa de todos, su hijo era maravilloso. Y tenía pelo.

- Yo ya voy borracho -especifiqué.

- Es que está depre -añadió Nacho.

- No jodas, tío. Siempre con la misma mierda. El sábado mal partido, ¿miento? -y se dirigió a Nacho haciéndole una mueca burlona.

- Oye cabrón, no me vaciles -Nacho entendió la indirecta.

- Otro gilipollas. Que no es por lo del sábado, pesados. Que es porque ya no aguanto más a los niñatos. Estoy harto. ¿Lo entendéis? -no había terminado de hablar cuando una masa de aire caliente y fétido se proyectó desde mi estómago hacia el exterior de mi cuerpo en forma de atronador eructo. A todo esto, el camarero se había acercado a la mesa portando los tres cubatas en una bandeja. Se hizo el longuis, pero todos los presentes éramos muy conscientes de que se acababa de comer toda mi interioridad al ponerse frente a mí. Me pareció entrever una minúscula lágrima adosada a su ojo izquierdo. Nacho empezó a reírse con ganas. El calvo tampoco pudo contenerse y descargó una vibrante carcajada. El camarero dejó los pelotazos sobre la mesa y despareció al instante. Estaba empezando a merecer una propina de las buenas.

- Oye tío, te entiendo perfectamente, conozco a los chavales y sé que pueden resultar bastante cargantes pero tampoco hay que darle tantas vueltas. La temporada acaba dentro de tres meses, ¿no? Si llegado ese día decides dejarlo, adelante. Nadie te lo va a impedir. Por cierto, ¿a que no hay cojones? -El calvo nos quería retar a algo.

- Calvo no empieces. -Me temí lo peor.

- ¿A qué? ¿A qué?- A Nacho ya se le había hinchado la vena de la frente, y me daba la impresión de que también lo había hecho la del pene, aquella pedazo de vena.

- De golpe, maricones.

- Calvo, que éste y yo llevamos tres birras y son las siete y media de la mañana -argumenté.

- ¡¡De golpe!! ¡¡De golpe!! -canturreó Nacho.

- Mayoría absoluta. De golpe, mariconazo. -Mierda, mayoría absoluta otra vez, pensé. Era la puta ley.

- Todo sea por la democracia -fue lo último que dije antes de brindar con mis camaradas.

Abrí los ojos lentamente. La luz del sol me atravesaba los párpados y abrasaba mis pupilas. Tenía la lengua acartonada y un agudo dolor se había adueñado de mi cabeza. No sabía cómo había ido a parar a aquel banco. Al incorporarme y apoyarme contra el respaldo de madera me di cuenta de que llevaba puesta la camiseta de mi equipo de fútbol. ¿Cómo coño...? Imaginé que el pestazo a whisky del ambiente y la potada que había un par de metros más allá debían tener alguna relación con aquel hecho. Lo cierto es que estaba totalmente desorientado. Solo recordaba una cosa, algo que iba y venía a mi conciencia, una imagen que flotaba en mi imaginación, una especie de recuerdo entre brumas, alejado pero real. Recuerdo a Nacho y al Calvo cantando. Recuerdo al Kameni y a todos los niñatos bailando. Recuerdo que estábamos en aquel bar de mala muerte. Saltando, abrazados. Recuerdo al equipo entero borracho. Juntos, gritando aquello de: compraremos botellas para todos...

¿Será verdad?

lunes, 14 de febrero de 2011

EL MONCHU

Sin poder prácticamente ni hablar. Dolorido por los múltiples golpes y caídas. Sin ánimo tras encajar un nuevo gol. Me levanto del suelo, miro a mi alrededor... y sé que hoy no hay nada que hacer. Veo esas caras de apollardamiento y se me revuelve el estómago. Caras largas, miradas perdidas, miradas que no dicen nada. Miradas aleladas, de estar pensando en otra cosa. Impotencia. Pura impotencia es lo que siento.

Cuando te están dando una auténtica tunda y no ves solución posible al desastre solo cabe pasar el trago de la frustración lo más rápidamente posible. Es amargo el cabrón, pero pasa, como todo en esta vida.

Que se acabe ya, pensaba el sábado. Me revienta pensar eso cuando juego a fútbol. Pero es que no hay manera. El nivel técnico del equipo es para echarse a llorar y si a eso se le añade una falta de rigor táctico alarmante y una vergonzante falta de coraje e ilusión, uno se puede hacer una idea de la lamentable imagen que ofrecemos partido tras partido.

Un poco de orgullo, joder. Aunque creo que lo que tendríamos que aplicarnos en este equipo es esa gran máxima que asegura que hay que hacer lo que uno sabe hacer. No menos. Pero tampoco más.

Vamos a limitarnos a hacerlo lo más simple posible. Volvamos a los orígenes. Control y pase, hostia. Son dos palabras simples pero esenciales. Dos palabras que incluyen en si mismas la esencia de nuestro deporte, analfabetos de mierda: piso y paso. Ya está. Tan simple como eso. Aunque a algunos les suponga un suplicio. Cabrones, ¿y mi corazón qué? Hijos de perra, merezco un digno final a mi carrera. Solo quería acabar disfrutando, tirando unas paredes. Marcando mis últimos goles. Disfrutar de partidos igualados. Recibir un puto pase al pie. No es tan complicado, amigos. Estoy a cinco metros. Aquí, hijos de puta. Justo aquí. Joder, es que ya está bien de melones. No sabéis lo que es pasarse todo un puto partido peleándote con dos o tres gilipollas por un puto metro de distancia y cuando lo consigues ver que no te lanzan la pelota, o peor, que te la lanzan pero tres metros por encima de tu cabeza. Y mira que mi cabeza es grande de cojones. No es tan difícil. En serio. Y si tanto esfuerzo os supone, si tan complicado lo veis, si no es posible que vuestros torpes y desgarbados pies ejecuten un gesto técnico tan simple, iros a tomar por culo, coño. Hostia, jugad a la petanca o dedicaros a nadar. O yo que sé. Pero no me amarguéis la retirada, paquetes de las pelotas.

Hay que tener la cara dura para decir que quieres jugar a fútbol cuando se tiene el gen de la descoordinación trabajando a destajo. Y encima irte de la pista pensando que eres un jugón y que nadie entiende tu juego. Pues yo digo: malo y engañado. Y pienso: se puede ser malo, pero es mucho peor vivir engañado, vivir creyendo ser un crack incomprendido. Un gilipollas, hombre. Pasa el puto balón y desaparece de mi vista. Y sal de aquí que lo único que haces es estorbar, que ni para estar escondido sirves. Pedazo de mueble. A tomar por culo ya. Joder, me caliento y no quiero. Pero es que me supera. Me supera la observación de vegetales vestidos de corto y con un número en la espalda. Muy poca vergüenza es lo que hay. Porque hay que tener poca vergüenza para salir a un terreno de juego disfrazado de futbolista cuando lo más redondo que has visto en tu vida es la bandeja de canelones que te acabas de atracar media hora antes. El atleta te voy a llamar. Desgraciado. Que me pases el balón ya, cojones, que ni con las metáforas te das por aludido. Pescozón.

¿Qué? ¿Qué no te la paso? Hay que joderse. Pero cabrón, si cada vez que te la doy la pierdes. Si no devuelves ni una. Si parece que te has puesto las zapatillas al revés, coño. ¿No te das cuenta? Corre y punto. Y si te llega algún balón, pásalo enseguida, cojones. Que en tus pies la pelota parece que tenga ladillas, que no para de saltar, la puta. Pásala ya, hostia. Que la pases, malote, más que malote.

Estoy muy quemado. Pero es que, contento me tienes.

Contento me tienes... Monchu

viernes, 11 de febrero de 2011

TOMÁS

Tomás se levantó a las siete de la mañana. Como cada día, lo primero que hacía después de poner el pie derecho en el suelo era encender el equipo de música. Una mañana eran los Strokes, otra, los Franz Ferdinand, la mayoría de ellas, los Love of Lesbian. Movía el culo. Giraba el cuello. Tomás se contoneaba al ritmo de la melodía. Le gustaba prestar atención a los instrumentos, escuchar el bajo, desligarlo de la guitarra eléctrica y, luego, volver a mezclarlos. A Tomás le gustaba escuchar música al inicio del día. Creía que le conectaba con el cosmos. Decía que la música va directamente al centro emocional, que ahí no había intermediarios, que si uno es capaz de prestar verdadera atención puede sentir el ritmo, puede acariciar el tempo y cada una de las notas. Tomas decía que la música ofrece la posibilidad de sentirse parte de algo más extenso que uno mismo. Estaba convencido de que esa experiencia tenía que ver con su pauta atencional. Creía firmemente que, en esencia, era el tipo de experiencia que trataban de proporcionar las religiones. Tomás respetaba cualquier religión. Tomás odiaba las instituciones religiosas. En general, odiaba las imposiciones arbitrarias, la irracionalidad y la falta de tolerancia.

A Tomás le gustaba ducharse a primera hora. Le despajaba la mente. Escuchaba música y dejaba resbalar las gotas por su cara. Sonreía relajado. Tomás, poco a poco, despertaba a sus sentidos. A veces, en los días más turbios, en aquellas mañanas en las que no podía deshacerse de la melancolía, Tomás se permitía llorar. En algunas ocasiones, Tomás, al mirar a su alrededor y no ver a nadie, se daba cuenta de su situación. Se convencía a sí mismo de lo natural de aquel vivir. Se decía que así lo había decidido, que prefería seguir su propio camino solo, sin ceder ni un ápice de autonomía a nadie, que no lo merecían. Pero, de vez en cuando, dudaba. Y, simplemente miraba a su alrededor. Y cuando no encontraba más que cosas se daba cuenta de la jugarreta, se percataba de aquel punto ciego creado por su mente. Tomás sentía miedo. Un miedo atroz. Y por eso salía de sí mismo, se olvidaba de su necesidad de compartir, alejaba de su cabeza y de su corazón sus ganas de dialogar con alguien.

Tomás se vestía parsimoniosamente. Primero el calcetín derecho. Después el izquierdo. Calzoncillos, camiseta interior, pantalón y camisa. Tomás olía las prendas de vestir antes y después de ponérselas. Antes, porque le gustaba la fragancia del suavizante que usaba, el de una marca blanca del supermercado de la esquina. Después, porque disfrutaba de meter su nariz en todo lo que oliera a él. A Tomás le gustaban los olores corporales. No tenía preferencias. Le gustaba el olor a limpio y el olor a sudor. Le gustaba sentir un olor fresco o uno rancio. Tomás decía que el olfato era el sentido con mayor memoria de todos. Decía que un anciano podría reconocer incluso olores que hacía décadas que no olía, un olor como el de su joven madre, el olor de la pérdida.

Rompía la cáscara. El aceite ya estaba lo bastante caliente como para poder freír el huevo. Quince segundos, veinte a lo sumo. Lo sacaba de la sartén y lo colocaba con cuidado en el plato. La anaranjada yema parecía a punto de explotar. Cogía un trozo del pan que acababa de comprar y se sentaba en la mesa. Los Travis atronaban en el salón. Tomás paladeaba aquel huevo frito, dejaba fluir la saliva entre sus dientes y aplastaba el pan aceitoso contra su paladar. Decía que cualquier comida puede proporcionar placer, que solo había que tomárselo con calma y dejarse envolver por aromas, sabores y texturas.

Después de desayunar salía a la calle y subía la cuesta que pasaba frente a su portal. Llegaba a la cima, se daba la vuelta y contemplaba la ciudad, todavía con el corazón acelerado por el esfuerzo. Se sentaba en un banco cercano y dejaba pasar los minutos mirando los perfiles fantasmagóricos que se dibujaban en el horizonte, observando la gruesa capa de humo que envolvía el centro histórico, contando los aviones que rozaban los tejados, esos aviones de plata. Se fijaba en todo, aguzaba su mirada para distinguir los edificios emblemáticos o los gubernamentales. Había tantos gobiernos diferentes en aquella ciudad. Había tantos políticos en tantos cargos diferentes que no podía llevar la cuenta de todos los edificios públicos. Tomás decía que para ver hay que hacerle un hueco a la luz, que hay que aceptarla en la retina, que hay que dejarse llenar por ella. La luz. Amaba la luz de la mañana. Le gustaba cerrar los ojos y mirar al sol de la mañana, un sol que calienta, que ilumina pero que no quema. Que dulce luz la del sol mañanero.

Tomás, ayudado por sus sentidos, escapaba de la soledad, se agazapaba en él mismo para no ser visto por aquella soledad matadora, aquella soledad tan perra, tan hija de puta.

miércoles, 9 de febrero de 2011

RESACA

No podía mover los dedos. En mi cabeza todo parecía andar bien pero cuando trataba de ejecutar la orden con mis manos no había respuesta. Desconocía el motivo de aquella extraña circunstancia. Simplemente, no podía teclear palabra alguna porque los dedos no me respondían. Sumido, así, en una burbuja comunicativa, aislado de la red y, por consiguiente, de mi mundo inmediato, me dio por acomodarme en mi propio interior y buscar la causa de aquella apatía.

Lo primero que vi al introducirme en mí mismo no me agradó demasiado. Un gran número de neuronas estaban tiradas por el suelo cerebral. Al parecer, los alcoholes ingeridos el pasado fin de semana se habían cobrado bastantes más víctimas de las esperadas. El espectáculo era dantesco: neuronas espejo languideciendo, sinapsis destrozadas, neurotransmisores desparramados y en proceso de desintegración. Me sentí algo desesperanzado ante aquellas escenas de destrucción masiva pero pensé que, en ocasiones, los daños colaterales son inevitables. Y, evidentemente, en este caso había merecido la pena. En cualquier caso, no me hacía la menor gracia sentirme responsable de aquel desaguisado. Sobretodo porque, al final, el mayor perjudicado era yo mismo. Bueno, y mis dedos.

Al llegar al lóbulo frontal, el paisaje fue más desolador si cabe. Además de las pobres neuronas, encontré cientos de células deshidratándose, despojadas ya de un tono vital aceptable, rotas por el sufrimiento, firmando ya el acta de defunción. Justo en aquel momento, una de las células que parecía estar en mejor estado, y que corría entre sus congéneres repartiendo sus mitocondrias, se percató de mi presencia.

- ¡Eh, tú!, ¡Hijo puta!- me espetó.

Automáticamente, me giré hacia otro lado y me hice el sueco. No quería que ninguna de mis células me identificara. Yo había sido el responsable de aquella catástrofe y la idea de tener que dar explicaciones a millones de células cabreadas no me hacia la menor gracia.

- ¡Oye, hijoputa! No te hagas el sordo, que te estoy hablando.

- Disculpa, es que no te había escuchado- tuve que mentirle. No aparentaba estar para muchas bromas.

- ¡Y una mierda, hijoputa mentiroso! Anda, ven aquí y ayúdame, que mis compañeras nos necesitan. Ese bastardo ha vuelto a pasarse de la raya. Menudo cabrón, veinte años maltratándonos. Pero esto se va acabar. Anda, coge a esta pobre infeliz por la membrana y ayúdame a dejarla al lado de aquella arteria. Con esta no hay nada que rascar, el alcohol la ha reventado. Coloquémosla cerca de la pared arterial para que la reabsorción sea rápida. Pero antes recoge su núcleo, quien sabe si ese ADN servirá para otra.

La célula había pasado de estar cabreada a dar órdenes desde un estado de tristeza más que palpable. Yo, simplemente, asentí y seguí sus indicaciones. Lo cierto es que el estado de su compañera era lamentable. Apestaba a orujo de hierbas y se había quedado en el chasis.

- ¿Qué le ha pasado?- pregunté disimulando mi conocimiento de causa.

- ¿A ti que te parece? El domingo de madrugada volvimos a sufrir un sádico ataque. La verdad es que desde finales del año pasado, en que, por cierto, vivimos un tremendo drama, la cosa se había tranquilizado, pero hace tres días ese puto enfermo volvió a masacrarnos. Te juro que estoy hasta los ribosomas de aguantar a ese cabrón.

- Pero, ¿qué ocurre?, ¿alguien os hace daño?- yo seguía en mis trece. No podía exponerme públicamente. Si lo hubiera hecho, aquellas células y las neuronas de forma piramidal que había al lado me hubieran linchado y después se habrían merendado mis pelotas.

- Oye, ¿tú de dónde coño sales?- sonó amenazador- Pareces nuevo, joder. El muy cabrón no deja de cometer excesos y tú no te enteras de una mierda.

- Lo siento, es que yo tampoco me encuentro muy bien, estoy algo desorientado- evidentemente, mentí.

- Normal. Llevamos unos días bastante afectados. Y eso que el lunes nos dimos un baño de endorfinas. Aún así, pasarán semanas hasta que volvamos a estar medio bien. Joder, que uno no tiene la elasticidad de antaño.- en esta ocasión, mi interlocutor no mostró enfado. Parecía resignado, siendo consciente de su realidad cambiante, de una realidad aceptada, destilando esa amarga cordura del que entiende su decadencia, su destino final.

En ese instante, un grupo de leucocitos pasó por nuestro lado. Tenían cara de muy mala hostia, como si se hubieran visto envueltos en algún tipo de altercado. Iban a paso rápido y parecía que tenían alguna misión importante que cumplir. Llevaban esposado a un ser pluricelular bastante malcarado y apestoso. Las marcas de golpes que llevaba en su soma reflejaban que le habían dado una buena paliza.

- Los “blancos” no se andan con tonterías- dijo mi acompañante- Seguro que no llevaba el código genético autorizado y le han dado para el pelo. A veces se pasan, pero son necesarios para mantener un poco el orden. El problema es que, como todo grupo social dotado de poder y fuerza, suelen abusar de su autoridad. En alguna ocasión han llegado a amenazar con dar un golpe sobre la mesa y tomar el control, creo que le llaman el proceso de la autoinmunidad o algo así, pero hasta la fecha mantienen la lealtad al orden establecido. Saben que si no lo hicieran así, finalmente morirían. Aunque alguno de estos dice que mejor muerto que vivo y humillado. Su filosofía castrense va en contra de algunas de las decisiones del cabronazo este pero les toca apechugar con ellas.

La verdad es que hasta que no lo mencionó ni había reparado en ello pero como a alguno de los “blancos” se le ocurriera pedirme la documentación genética, las células medio deshidratadas iban a ser el menor de mis problemas. Pensé que había llegado el momento de cortar la cháchara y tomar las de Villadiego.

-Bueno, ha sido un placer conocerte pero me tengo que ir, que llevo un poco de prisa.- le dije en un tono amable.

-De acuerdo, que te vaya bien. Pero ten cuidado con las bacterias. En esta época del año están bastante fuertes y como te cace alguna te va a dejar el culo como la bandera de Japón- mierda, otro peligro más, pensé.- Ah! Y si te cruzas con algún virus, sal por piernas. No quieras saber por qué- aquella puta célula era solidaria pero poseía un extraño talento para desmotivarme.

-Muy bien, gracias por el consejo- zanjé con algo de prisa- Ha sido un placer conocerte.

Tenía un rato hasta llegar a mi objetivo, el lóbulo prefrontal izquierdo, sede de las neuronas responsables de la automotivación, el optimismo y la iniciativa, así que no tenía más tiempo que perder.

Pensé que lo más adecuado para llegar a mi destino sería echarle el lazo a algún impulso nervioso que ascendiera desde la médula espinal. Lógicamente, las sensaciones captadas por mi sistema músculo-esquelético debían ser procesadas en el lóbulo prefrontal. Si era lo suficientemente rápido podría cazar algún impulso y aparecer cerca de la región supra-orbital en un santiamén. El plan era perfecto. La ejecución del mismo era otro cantar. ¿Cómo coño podría asirme al impulso? ¿Podría resistir allí arriba a esa velocidad? ¿Podría intoxicarme por un exceso de mielina? Los inconvenientes eran muchos. Mis dudas, aún mayores. Pero cuando pensaba en las bacterias y en su devoción por los anos, o en los virus y en sus multiformes garras, se despejaban mis indecisiones. Eso sí, la próxima vez iba a ensimismarse quien yo me sabía.

Allí estaba yo, agarrado a la parte superior del tubo nervioso, suspendido en el aire, como un resto de excremento adherido al vello anal. Allí, en lo alto del nervio, empecé a replantearme algún que otro aspecto de mi desordenada vida. ¿No me estaba castigando demasiado? ¿No era este proceso de autodestrucción un acto de irracionalidad? ¿Acaso mi inconsciente me ocultaba algo tan terrible como para maltratarme sin que me apercibiera de ello? ¿Habría alzado ese mismo inconsciente algún mecanismo de defensa psicológico con el que matar mi self sin que me percatara de ello? Podía ser, pero en aquel momento debía concentrarme para captar el impulso. Solo tenía una oportunidad de cazarlo al vuelo. Tenía que fijarme bien.

Lo cierto es que fue en una milésima de segundo. La luz llegó de pronto. Sentí la violencia del impulso y, simplemente, me deje caer al vacío. Noté mi cuerpo resquebrajándose. Lo sentí queriendo desintegrarse, flotando a una velocidad vertiginosa. Perdí la visión por un instante y me desmayé.


-Tú, puto, despierta. Ey!! Abre los ojos ya, nen. Vaya cuelgue llevas, ¿no? –noté unos golpecitos en el rostro. Estaba dolorido y notaba mi cabeza totalmente embotada. Frente a mí, una interneurona me miraba con parpados caídos y ojos legañosos. Había recogido sus dendritas en una coleta y llevaba un tatuaje de Camarón en el axón. El olor a cannabis que noté provenía de un porro en forma de ele del que estaba dando buena cuenta. A cara de perro, por lo visto.

-Hola, ¿dónde estoy?- pregunté bastante aturdido.

-Madre mía, nen. Estás hecho una puta mierda. Vaya cara de gilipollas que me llevas. Para flipar.

-Perdona, pero no te entiendo, estoy un poco atontado.

-Apollardado es lo que estás, pringao. Toma, anda, pégale un tiro que esto resucita a un muerto- la interneurona porrera me tendió la espectacular antorcha para que aspirara por la boquilla- pero que rule que estoy en las últimas.

-Pero, no…si yo no…- balbuceé más que hablé.

-Que fumes, joder, que es costo del bueno. En otras culturas ya te habrían rebanado la garganta ante semejante descortesía- el tono autoritario de sus palabras no casaba con su aspecto ojeroso.

-Vale, de acuerdo, ya le pego un tiento, tranquilo- no estaba para discusiones. Una caladita y que se callara ya, por favor.

Como soy una persona en extremo obediente y me gusta caer bien a la primera, aspiré con fruición aquel monstruoso caliqueño. Tres segundos después del primer chupetón, me di cuenta de que aquella grifa era de primera calidad, transportada en el culo de algún mozo magrebí cuasi adolescente. En seguida empecé a notar su fuerza reparadora. Ya empezaba a escuchar la música de Bob. Sí. Could you be loved? Sí, vamos Marley, enséñame tu arte. Tu, tu, tu, tummm, tu, tu, tum!! And be loved!!!

-¡¡Oye!! ¡¡Joputa!! ¡Suelta ya el petardo! ¡Con la puta ansia, hostia!- volví a notar unos golpes en mi rostro. Esta vez, la intensidad de los mismos fue sensiblemente superior a la de la primera ocasión. La interneurona parecía algo cabreada.

-Hostia puta, disculpa, he perdido la noción del tiempo- inventé. En realidad no podía dejar de pensar en aquel tate tan rico.

-Vale tronco. Pero es que te estabas columpiando cosa mala. ¿Estás mejor?

-Sí, gracias, pero, perdona la insistencia, ¿dónde estoy?- eso sí que era cierto. No tenía ni idea de dónde estaba.

-Coño, en el puto lóbulo frontal izquierdo. Aquí se origina el buen ánimo, aquí nace la motivación intrínseca del individuo, la iniciativa, la creatividad. Esta es la puta sala de máquinas del orden y la disciplina- la cadencia de su habla era más que cansina.

-O sea, que estoy en el epicentro de la autogestión de la persona, ¿no?

-Efectivywonder, lo has pillao.- Al término de esta frase propinó una interminable calada al amor de mis amores. La interneurona se puso bizca perdida del subidón. Tenía la adenina descontrolada.

-Vale, pero hay una cosa que no entiendo. ¿En este lugar no tendría que haber un mayor orden? ¿No es esta la sede del autocontrol?- inquirí a aquella cosa que me estaba robando las mejores caladas de mi vida.

-Depende- dijo trastabillándose y riéndose exageradamente de su percance.

-Depende, ¿de qué?

-Pues del grado de desarrollo de la persona en cuestión. Depende de sus valores y de la educación que ha recibido. A este hijoputa le gusta más la fiesta que a un tonto un lápiz. Por eso, ni autocontrol, ni disciplina, ni pollas en vinagre. Aquí se vive al día, nos drogamos, nos emborrachamos y, de vez en cuando, nos juntamos para producir alguna idea ingeniosa. Pero hoy no nos sale de la polla. Además, las neuronas motoras, las que se encargan del movimiento corporal, han venido a hacernos una visita y se han puesto hasta las cejas de todo. Ahora mismo están durmiendo la mona.

Joder, ahora lo entendía todo. Mi, teóricamente, centro neuronal más eficiente se había convertido en un Ámsterdam de pacotilla, en un lugar donde solo había porreros, borrachos y adictos al ácido lisérgico. Pero, ¿quién era el responsable de todo eso? ¿Podía yo culpar a esas pobres neuronas descarriadas? La interneurona Marley tenía razón: el desarrollo cerebral, su plasticidad y su tremenda capacidad de regeneración dependían de mis valores. Dependían de mis pensamientos, de mis sentimientos y de lo que fuera capaz de hacer con ellos. ¿Realmente quería ser así? ¿Estaba siendo lo mejor que podía ser? ¿No era una pena que no desarrollara todo el potencial y el talento que poseo? ¿De dónde coño habría sacado la interneurona esa grifa tan buena? ¿Me podría pasar un poco?

Estaba tan confuso. Me había quedado sin palabras, colapsado por aquella carga tan pesada, dándome cuenta de lo que había estado haciendo hasta aquel momento.

- Inter, hazte un porro. Por favor.

-Hecho

Me pasó aquel nuevo porro. Chupé y chupé. Aspiré y aspiré hasta que se nubló mi mirada. Me temblaron las piernas. El corazón me latía a mil por hora y un sudor frío recorrió mi membrana, digo, mi piel. Estaba blanco como un leucocito, con el cuerpo fibroso, como el de una plaqueta. Creí fallecer. Me desmayaba otra vez.

-Oye, ¡despierta!- otra vez los cachetes en la cara- ¡Despierta, hombre!

-¡¡Que te calles ya, zorra de mierda!! ¡Me tienes hasta los cojones! ¡Métete el porro por el culo, hija de puta, ratera, avariciosa!- grité de pura rabia, de pura impotencia, de puro cansancio.

- Pero ¿qué mierda dices, cariño? Te has dormido encima del portátil. Otra vez. Despierta, joder, ¡que he roto aguas!

Me cago en Dios…