miércoles, 12 de septiembre de 2012

ENCUADRES

Con los Arctic Monkeys sonando de fondo a modo de revulsivo y el ánimo destemplado, entre melancólico y cansado, sobre todo de pensar en lo que aún queda por delante, trato de darme una tregua a mí mismo frente al teclado. Ahora no puedo evitarlo y golpeo el suelo subiendo y bajando la punta del pie. Marco el compás siguiendo el ritmo de la batería y el corazón late con un poco más de impulso, aunque no con el suficiente como para hacerme arrancar de una vez por todas y salir así de este pegajoso estado interno, similar al de la depresión que sucede a la borrachera, sólo que, esta vez, sin resaca que la acompañe, cosa que se agradece. El poso de indefinida amargura y culpabilidad que a uno le embarga después de una disputa, por muy de baja intensidad que ésta haya sido, le invita a observar la realidad que le rodea, una realidad que parecía inmutable y evidente, de una forma diferente a la acostumbrada. Lo que era divertido deja de serlo para convertirse en costoso. La ligereza da paso a la pesadez. Lo interesante a lo aburrido. Y lo pleno de sentido a lo absurdo. Únicamente son contextos, encuadres de lo que pasa, maneras de ver lo que ocurre delante de tus propias narices, tan similar todo y a la vez tan diferente. En otras ocasiones, con mucho más tráfico sobre la plancha, me sentía irreductiblemente feliz. Inhalaba humo, sudaba a mares y me quemaba los dedos cogiendo el pan pero todo estaba bien. El fragor del momento me ayudaba a mantener la concentración y con ésta llegaba la alegría. El pasado sábado me suponía un esfuerzo titánico entender los pedidos, entender las órdenes que llegaban desde la barra. Lo de fuera seguía siendo lo mismo, lo de todos los años, el mismo trajín y las mismas caras. Lo que había cambiado era lo de dentro, la manera de ver, la manera de estar, incómoda, el dudar acerca de las propias acciones, de los propios pensamientos, pensando demasiado, cavilando, planteándome si no me estaría equivocando de nuevo o si, por el contrario, me estaba dejando llevar otra vez por ese sentimiento de incapacidad que tan a menudo gravita sobre mi cabeza como un halo transparente y tenaz que no sé cómo esquivar ni evitar que me posea.
 
Ahora mismo me iría a correr diez kilómetros, doce, quince. Veinte. Me escaparía en busca del cansancio extremo, ese que te vacía por dentro y no te permite pensar, el que acalla y apacigua la mente, el que te deja un espacio para alejarte de ti, o de los pensamientos que crees que son tuyos pero que en realidad son de ese cabrón que te manipula desde dentro, ese aspecto de uno que se encarga de ponerte trampas y de hacerte caer en ellas, ese uno tan próximo que crees auténtico. Ahora mismo me pondría mis zapatillas verdes, pulsaría el botón del reloj y me lanzaría al asfalto a perderme entre los coches y las personas, a surcar entre todos ellos, un cuerpo empapado, rozando retrovisores y dejando frustraciones a su paso. Subiría la cuesta más empinada de la ciudad para sentir el corazón a mil por hora, para batirme en duelo nocturno con ella, para llegar más arriba, más lejos. Correría y me bañaría en mi propio sudor hasta que no pudiera más. Luego, recuperaría el aliento, estiraría los músculos y me preguntaría si ha merecido la pena tanta penuria. Cansado pero despierto me diría que sí, que lo que no merece la pena es perderse en laberintos con salidas traicioneras, lo que no merece la pena es enredarse en según qué cuestiones. Cuando me paro, a veces me doy cuenta. Sólo a veces. Y es porque ya he llegado. Me doy cuenta de que vivo tratando de llegar, corriendo con la mente, que es la peor de las maneras de correr. Se corre con las piernas, un paso detrás de otro, una zancada tras otra, con el corazón, aliado inquebrantable de huesos y músculos, la estructura que nos aguanta y que tan poco respetamos. Se corre con el cuerpo. Tengo que dejar de correr cuando no lleve mis zapatillas verdes. Me perjudica y me convierte en una sombra de quien soy, apesadumbrado, hosco, infeliz a ratos. Correr para ser. Qué bonito. Qué irreal. La carretera no le pide cuentas a uno. La carretera está ahí para ser transitada. Punto. Las zapatillas y las teclas, unidas en la función, en la finalidad. Inseparables para ofrecerme lucidez, para sacarme de los infinitos bucles de pensamientos improductivos en los que caigo, para volver a casa renovado. Necesito salir para volver a entrar. Necesito soltar amarras para entenderme. Vaciarme, escupir, volcar, verter, vomitar, salir de mí para dejar de ser un gilipollas, para encontrarme de una vez por todas. Escucharme cuando estoy a solas conmigo mismo, escucharme diciendo que deje de hablarme tanto, que deje de prestar atención a chorradas y me centre, que sólo corra con mis zapatillas verdes, o, como mucho, con las azules de suela adherente, las otras que me fijan al suelo para poder experimentarme diferente. Las verdes me liberan. Las azules también, aunque de otra manera. Las verdes me abren el camino, me llevan lejos, me acompañan en la soledad. Las azules me transforman, me acompañan en la lucha, me proveen de energía, me otorgan la fuerza para vérmelas con otros, más rápidos y más fuertes, pero menos convencidos. Más jóvenes pero menos apasionados. Apasionado, yo, lo que hay que oír, lo que le descubren a uno unas zapatillas. Lo mismo que le descubren las teclas, las cuales ofrecen ideas de vuelta, que no sabíamos que eran nuestras hasta que pasan al otro lado. Y vuelven. Una conciencia tomada a posteriori, ordenada y en línea, dispuesta a entrar por donde ha salido, sólo que esta vez ya avisa y me dice: estoy aquí, joder, date cuenta. Ya me doy, tranquila, que ya me doy. Sabes que me cuesta tomarte pero poco a poco lo voy haciendo, aunque seas tan esquiva y escurridiza, conciencia de los cojones.
Una tregua después, el aspecto del entorno difiere de nuevo, ahora mejorado, aceptable, con un punto de dulzura al fin. Lo pasado, pasado está. Ahora importa lo venidero, lo cercano, la tarde y la noche de trajín que están por llegar, noches de vaivén y encargos múltiples. Ya queda menos para volver a la añorada rutina, la que fija mi tiempo, la que lo empaqueta y lo sirve a pedazos, troceado y listo para ser consumido, siempre previamente planificado. Diferentes tiempos dentro de la semejanza del Tiempo Único. El tiempo y su relatividad. El tiempo y su fugacidad. Y yo me empeño en observar su paso. Me entretengo viéndolo pasar, queriendo que suceda para llegar no se adonde, no sé bien para qué. Curioso el teclear sin objeto, el tiempo sin objeto. No hay verdades reveladas en esto, sólo un infructuoso y ególatra intento de entenderme, de comprender el porqué de esta imperiosa necesidad de evasión, de evitación, de no saber estarse quieto con otros, siendo acompañado o acompañando, siendo, sin más. El permanente estado de alarma, el estar listo para salir pitando, para huir. Pero de qué se huye, de qué cojones huyo, me pregunto. Y la tecla responde, la tecla me dice: de un dolor imaginado, amigo, de un dolor heredado. Embotarse para no percibir la punzada del dolor. Embotarse para perderse de vista, para enterrar al niño indefenso, el único que paradójicamente sabe lo que quiere, lo que necesita de verdad, lo que necesitamos: cariño y atención. Estados deficitarios origen de actuales deseos y motivaciones. Dotar de sentido al sufrimiento te saca del malestar, te ayuda a seguir hacia delante, te empuja. Somos capaces de superar el dolor y aceptar el sufrimiento cuando podemos darle un sentido, cuando podemos ofrecerle un contexto en el que sea entendible. El maldito encuadre es lo que nos define. Dime cómo encuadras y te diré quién eres.
La mayor parte de los dolores se llevan en la mente, igual que las incapacidades, que son reales en la medida en que son tomadas en serio y asumidas como propias. ¿Qué perverso mecanismo de defensa y de adaptación al medio es éste que nos aleja de nosotros mismos? Cada uno a su manera, cada cual con su idiosincrático estilo de defender su autoestima. Los mecanismos de defensa que nos ciegan lo hacen con el fin de protegernos. ¿Cuándo se produce el salto que nos permite darnos cuenta de esa pérdida de sensibilidad, que nos permite percibir que hemos intercambiado conciencia por anestesia, que nos aleja de quiénes somos? ¿Acaso se produce? ¿No vivimos sin darnos cuenta de nuestra neurosis? Lo hacemos. Forma parte del proceso de individuación y maduración percatarse de los mecanismos de la mente que nos llevan por los caminos equivocados, los caminos laberínticos que nos llevan a pasar una y otra vez por el mismo sitio, a repetir errores, a cagarla de nuevo. Millones de neuróticos pugnando por joder el planeta, la gran mayoría sin darse mucha cuenta de ello, abrazados a banderas, a símbolos o a profetas. Mierda de pesimismo. Mierda de teclas con mensajes de vuelta.
 
Necesito irme a correr.