domingo, 12 de enero de 2014

PALABRAS A MI MONCHU

Un poco de agresividad sobre la pista es bueno: es necesario oponer resistencia al rival, proyectar sobre él cierto grado de autoafirmación para que se dé cuenta de que estamos ahí, para que perciba que estamos muy presentes y que le será difícil superarnos. Pero es muy distinto el hecho de expresar esa agresividad de una forma inteligente, dirigiéndola hacia objetivos deportivos como, por ejemplo, chutar a gol con potencia, que hacerlo de forma descontrolada, proyectándola hacia los tuyos. El hecho de volcar la propia frustración y la propia impotencia en el compañero más cercano nada tiene que ver con el significado de ser agresivo en el campo. Eso no es ser agresivo, eso es ser un irresponsable, pues es responsabilidad de cada uno contener las propias emociones y los propios sentimientos tóxicos en aras de no perjudicar a los que presuntamente están de tu lado.
La ira mal enfocada o descontrolada sólo nos perjudica. Es cierto que se necesita un punto de mala leche en el campo, pero sólo un punto, un punto contenido y concentrado en el foco adecuado, es decir, un punto de agresividad justo donde hay que situarla y no en otro sitio: en las disputas, en los repliegues, en los chutes a puerta, en los forcejeos por ganar una posición. Es en esos espacios en los que ha de actuar la ira o la agresividad. Pero hay que ser muy responsables para gestionarla adecuadamente. Y hay que ser adulto para responsabilizarse de lo que hacemos con ella. Uno de nuestros profundos problemas es que no nos hacemos responsables de nuestros estados de ánimo durante los partidos, ni de eso ni de las palabras que dirigimos a compañeros, árbitros o rivales. Y eso nos desenfoca y nos saca de los partidos, partidos como el de ayer, partidos en que, sin ser brillantes, nos dimos cuenta de cómo teníamos que jugar para poder ganar, partidos en los que no empezamos bien pero en los que aprendemos sobre la marcha y cambiamos para generar problemas a los contrincantes. Partidos que, de igual manera, parecen transmutarse en infiernos cuando perdemos la cabeza. Pero el infierno no es el rival ni el árbitro. El infierno somos nosotros mismos y la pérdida transitoria de nuestra cordura.
Es una opinión personal, una mera percepción, pero creo que nuestro mayor problema no se encuentra en nuestra falta de capacidad técnica o táctica. Yo creo que nuestro gran mal es la falta de contención. Y eso, tristemente, es difícilmente solucionable sin una toma de conciencia previa y algo más de autocrítica por parte de todos. Insisto, hasta que no nos sentemos a hablar de ello y establezcamos un compromiso verdadero para autocontrolarnos es muy difícil que evolucionemos. Y, al hilo de esto, es bueno recordar que a medida de que el tiempo pasa nuestro vínculo con el fútbol se hace menos estrecho. Por el contrario, los lazos personales, los afectos, son susceptibles de hacerse más intensos. No confundamos los términos de la ecuación, porque entonces no habrá ni fútbol ni lazo personal.