sábado, 29 de diciembre de 2012

GRIZZLY BEAR - YET AGAIN

Y en el número uno de mis nuevos anhelos musicales: Grizzly Bear. Son realmente brillantes.


jueves, 27 de diciembre de 2012

THE XX - CHAINED

El segundo de los grupos que ha entrado en mi corazón a largo de este 2012 ha sido The XX. Impresionante combinación de talento, juventud y extraña melancolía rítmica. Demuestran que lo acertado de su debut no fue flor de un día. Y que duren.
 
 

WOODS - CALI IN A CUP

A finales del 2011 los Black Keys lanzaron El Camino y con él me conquistaron. Este año ha habido tres bandas que me han cortejado insistentemente, hasta que me he rendido a sus bondades. La primera de ellas es Woods. Me gustan mucho, lo reconozco.
 


miércoles, 12 de septiembre de 2012

ENCUADRES

Con los Arctic Monkeys sonando de fondo a modo de revulsivo y el ánimo destemplado, entre melancólico y cansado, sobre todo de pensar en lo que aún queda por delante, trato de darme una tregua a mí mismo frente al teclado. Ahora no puedo evitarlo y golpeo el suelo subiendo y bajando la punta del pie. Marco el compás siguiendo el ritmo de la batería y el corazón late con un poco más de impulso, aunque no con el suficiente como para hacerme arrancar de una vez por todas y salir así de este pegajoso estado interno, similar al de la depresión que sucede a la borrachera, sólo que, esta vez, sin resaca que la acompañe, cosa que se agradece. El poso de indefinida amargura y culpabilidad que a uno le embarga después de una disputa, por muy de baja intensidad que ésta haya sido, le invita a observar la realidad que le rodea, una realidad que parecía inmutable y evidente, de una forma diferente a la acostumbrada. Lo que era divertido deja de serlo para convertirse en costoso. La ligereza da paso a la pesadez. Lo interesante a lo aburrido. Y lo pleno de sentido a lo absurdo. Únicamente son contextos, encuadres de lo que pasa, maneras de ver lo que ocurre delante de tus propias narices, tan similar todo y a la vez tan diferente. En otras ocasiones, con mucho más tráfico sobre la plancha, me sentía irreductiblemente feliz. Inhalaba humo, sudaba a mares y me quemaba los dedos cogiendo el pan pero todo estaba bien. El fragor del momento me ayudaba a mantener la concentración y con ésta llegaba la alegría. El pasado sábado me suponía un esfuerzo titánico entender los pedidos, entender las órdenes que llegaban desde la barra. Lo de fuera seguía siendo lo mismo, lo de todos los años, el mismo trajín y las mismas caras. Lo que había cambiado era lo de dentro, la manera de ver, la manera de estar, incómoda, el dudar acerca de las propias acciones, de los propios pensamientos, pensando demasiado, cavilando, planteándome si no me estaría equivocando de nuevo o si, por el contrario, me estaba dejando llevar otra vez por ese sentimiento de incapacidad que tan a menudo gravita sobre mi cabeza como un halo transparente y tenaz que no sé cómo esquivar ni evitar que me posea.
 
Ahora mismo me iría a correr diez kilómetros, doce, quince. Veinte. Me escaparía en busca del cansancio extremo, ese que te vacía por dentro y no te permite pensar, el que acalla y apacigua la mente, el que te deja un espacio para alejarte de ti, o de los pensamientos que crees que son tuyos pero que en realidad son de ese cabrón que te manipula desde dentro, ese aspecto de uno que se encarga de ponerte trampas y de hacerte caer en ellas, ese uno tan próximo que crees auténtico. Ahora mismo me pondría mis zapatillas verdes, pulsaría el botón del reloj y me lanzaría al asfalto a perderme entre los coches y las personas, a surcar entre todos ellos, un cuerpo empapado, rozando retrovisores y dejando frustraciones a su paso. Subiría la cuesta más empinada de la ciudad para sentir el corazón a mil por hora, para batirme en duelo nocturno con ella, para llegar más arriba, más lejos. Correría y me bañaría en mi propio sudor hasta que no pudiera más. Luego, recuperaría el aliento, estiraría los músculos y me preguntaría si ha merecido la pena tanta penuria. Cansado pero despierto me diría que sí, que lo que no merece la pena es perderse en laberintos con salidas traicioneras, lo que no merece la pena es enredarse en según qué cuestiones. Cuando me paro, a veces me doy cuenta. Sólo a veces. Y es porque ya he llegado. Me doy cuenta de que vivo tratando de llegar, corriendo con la mente, que es la peor de las maneras de correr. Se corre con las piernas, un paso detrás de otro, una zancada tras otra, con el corazón, aliado inquebrantable de huesos y músculos, la estructura que nos aguanta y que tan poco respetamos. Se corre con el cuerpo. Tengo que dejar de correr cuando no lleve mis zapatillas verdes. Me perjudica y me convierte en una sombra de quien soy, apesadumbrado, hosco, infeliz a ratos. Correr para ser. Qué bonito. Qué irreal. La carretera no le pide cuentas a uno. La carretera está ahí para ser transitada. Punto. Las zapatillas y las teclas, unidas en la función, en la finalidad. Inseparables para ofrecerme lucidez, para sacarme de los infinitos bucles de pensamientos improductivos en los que caigo, para volver a casa renovado. Necesito salir para volver a entrar. Necesito soltar amarras para entenderme. Vaciarme, escupir, volcar, verter, vomitar, salir de mí para dejar de ser un gilipollas, para encontrarme de una vez por todas. Escucharme cuando estoy a solas conmigo mismo, escucharme diciendo que deje de hablarme tanto, que deje de prestar atención a chorradas y me centre, que sólo corra con mis zapatillas verdes, o, como mucho, con las azules de suela adherente, las otras que me fijan al suelo para poder experimentarme diferente. Las verdes me liberan. Las azules también, aunque de otra manera. Las verdes me abren el camino, me llevan lejos, me acompañan en la soledad. Las azules me transforman, me acompañan en la lucha, me proveen de energía, me otorgan la fuerza para vérmelas con otros, más rápidos y más fuertes, pero menos convencidos. Más jóvenes pero menos apasionados. Apasionado, yo, lo que hay que oír, lo que le descubren a uno unas zapatillas. Lo mismo que le descubren las teclas, las cuales ofrecen ideas de vuelta, que no sabíamos que eran nuestras hasta que pasan al otro lado. Y vuelven. Una conciencia tomada a posteriori, ordenada y en línea, dispuesta a entrar por donde ha salido, sólo que esta vez ya avisa y me dice: estoy aquí, joder, date cuenta. Ya me doy, tranquila, que ya me doy. Sabes que me cuesta tomarte pero poco a poco lo voy haciendo, aunque seas tan esquiva y escurridiza, conciencia de los cojones.
Una tregua después, el aspecto del entorno difiere de nuevo, ahora mejorado, aceptable, con un punto de dulzura al fin. Lo pasado, pasado está. Ahora importa lo venidero, lo cercano, la tarde y la noche de trajín que están por llegar, noches de vaivén y encargos múltiples. Ya queda menos para volver a la añorada rutina, la que fija mi tiempo, la que lo empaqueta y lo sirve a pedazos, troceado y listo para ser consumido, siempre previamente planificado. Diferentes tiempos dentro de la semejanza del Tiempo Único. El tiempo y su relatividad. El tiempo y su fugacidad. Y yo me empeño en observar su paso. Me entretengo viéndolo pasar, queriendo que suceda para llegar no se adonde, no sé bien para qué. Curioso el teclear sin objeto, el tiempo sin objeto. No hay verdades reveladas en esto, sólo un infructuoso y ególatra intento de entenderme, de comprender el porqué de esta imperiosa necesidad de evasión, de evitación, de no saber estarse quieto con otros, siendo acompañado o acompañando, siendo, sin más. El permanente estado de alarma, el estar listo para salir pitando, para huir. Pero de qué se huye, de qué cojones huyo, me pregunto. Y la tecla responde, la tecla me dice: de un dolor imaginado, amigo, de un dolor heredado. Embotarse para no percibir la punzada del dolor. Embotarse para perderse de vista, para enterrar al niño indefenso, el único que paradójicamente sabe lo que quiere, lo que necesita de verdad, lo que necesitamos: cariño y atención. Estados deficitarios origen de actuales deseos y motivaciones. Dotar de sentido al sufrimiento te saca del malestar, te ayuda a seguir hacia delante, te empuja. Somos capaces de superar el dolor y aceptar el sufrimiento cuando podemos darle un sentido, cuando podemos ofrecerle un contexto en el que sea entendible. El maldito encuadre es lo que nos define. Dime cómo encuadras y te diré quién eres.
La mayor parte de los dolores se llevan en la mente, igual que las incapacidades, que son reales en la medida en que son tomadas en serio y asumidas como propias. ¿Qué perverso mecanismo de defensa y de adaptación al medio es éste que nos aleja de nosotros mismos? Cada uno a su manera, cada cual con su idiosincrático estilo de defender su autoestima. Los mecanismos de defensa que nos ciegan lo hacen con el fin de protegernos. ¿Cuándo se produce el salto que nos permite darnos cuenta de esa pérdida de sensibilidad, que nos permite percibir que hemos intercambiado conciencia por anestesia, que nos aleja de quiénes somos? ¿Acaso se produce? ¿No vivimos sin darnos cuenta de nuestra neurosis? Lo hacemos. Forma parte del proceso de individuación y maduración percatarse de los mecanismos de la mente que nos llevan por los caminos equivocados, los caminos laberínticos que nos llevan a pasar una y otra vez por el mismo sitio, a repetir errores, a cagarla de nuevo. Millones de neuróticos pugnando por joder el planeta, la gran mayoría sin darse mucha cuenta de ello, abrazados a banderas, a símbolos o a profetas. Mierda de pesimismo. Mierda de teclas con mensajes de vuelta.
 
Necesito irme a correr.

martes, 17 de julio de 2012

INTERESES CRUZADOS

Hola Àlex:

La verdad es que no sé cómo empezar. Es probable que jamás llegues a leer esto porque cuando tú seas usuario de las tecnologías de la información, seguramente que dentro de muy poco, este método de comunicación estará más que obsoleto, pero no por ello renunciaré a explicarte lo que pienso de estos días de lujuria especulativa.

Resulta, hijo, que unos meses antes de que tú nacieras se inició en este país la crisis en la que aún estás metido. Sé que ahora toda la información que tienes al respecto no resuelve tus dudas ni te aclara las ideas, sobre todo porque la gran mayoría de los medios de comunicación que tratan de (des)informarte se encuentran manipulados. Perdón, quiero decir que siguen las directrices impuestas por el órgano de dirección del medio en cuestión, un órgano de dirección repleto de señores encorbatados, cuyos millonarios sueldos están pagados por los dueños de esas mismas y de otras empresas, las cuales, a su vez, obtienen suculentos beneficios gracias a tu esfuerzo y tu talento y al de otros como tú. Unos beneficios, por cierto, que serán evadidos en gran medida a paraísos fiscales, vaya a ser que a algún iluminado le dé por reinvertir la recaudación impositiva ligada a ellos en aras del interés común.

Soy consciente de que lo que te voy a decir es algo que puede parecerte estúpido, habida cuenta de la sociedad individualista en la que te mueves, pero mi obligación como padre, y lo que siento que debo hacer, es ayudarte a entender que el interés particular, ese que tanto ensalzan los políticos y secuaces del terrorismo financiero, no tiene sentido sin el contrapunto del interés general. Àlex, no es verdad que la Sanidad Pública sea insostenible. No es verdad que tampoco lo sea la Educación. No es verdad que no podamos contar con un sistema de Seguridad Social que dé cobertura a las personas en dificultades. Eso es una patraña que se inventaron unos cuantos hace mucho tiempo para poder mantener su cuota de poder intacta, de ahí lo de conservadores. Pregúntate quiénes salen beneficiados de la configuración de la sociedad en la que vives y sabrás quiénes son aquellos que se oponen a lo público. Los poderosos cada vez son más ricos y el resto de personas cada vez más pobres, miembros de un entramado social cada vez más ignorante y atrasado. Por cierto, un litoral lleno de hoteles no es sinónimo de progreso, por muy bonito que quede el plano televisivo de un circuito de automovilismo bordeando la playa.

Hijo, te cruzarás con personas que se quieran aprovechar de ti, eso es algo inevitable. Estará en tu mano el dejar que lo consigan o no. El mayor problema lo encontrarás cuando esas personas no tengan cara ni ojos, cuando no sepas quiénes son y sólo los conozcas bajo el sobrenombre de los mercados. Hay algunas voces interesadas que te dirán que esos mercados no son entelequias ficticias sino que son personas, y eso es cierto. Lo que no te dirán esas mismas voces es que de todas esas personas que representan a los mercados sólo unas pocas son capaces de desplazar su dinero a lo largo y ancho del planeta sin ninguna restricción. Esas personas no te explicarán que el beneficio obtenido por los movimientos de capital casi siempre lo es a expensas de otras personas con mucha menos información que ellas. La información es poder. El dinero es poder. Sólo espero que en el futuro seas capaz de percatarte de los mecanismos del poder. No es que ese conocimiento te vaya a aliviar la conciencia, todo lo contrario, pero por lo menos sabrás quiénes y por qué te están tratando de tomar el pelo.

Cuando yo era adolescente me enseñaron que la configuración de la sociedad se podía representar gráficamente como una pirámide, una pirámide en la que unos pocos, los que se encontraban en la parte más alta de ella, poseían la mayoría de recursos económicos del mundo. También me enseñaron que un buen indicador del grado de progreso de una sociedad quedaba reflejado en la manera cómo evolucionaba esta representación gráfica, es decir, el progreso social se hacía más palpable a medida que dicha pirámide se iba aplanando, lo que quería decir que iba disminuyendo la cantidad de personas que se encontraban entre los más desfavorecidos, resultando de esta manera una sociedad más justa y mejor cohesionada, algo fundamental para la erradicación de la conflictividad social. Creo que esta enseñanza continúa vigente. Al hilo de esto, me preguntarás: papá, ¿qué tiene que ver la cohesión social con el conflicto?

Evidentemente, yo no soy sociólogo pero puede que a través de un ejemplo entiendas la relación que pretendo mostrarte. Imagínate a un chico de quince años que ha crecido en un entorno deprimido y sin expectativas de mejora en el futuro. Este joven pasa la mayor parte de su tiempo viendo la televisión porque no ha tenido acceso a otro tipo de actividades con las que desarrollar su talento, una televisión que no deja de emitir un anuncio en el cual un chaval de su misma edad luce unas zapatillas llamativas que provocan la admiración de todos sus compañeros de colegio y cuyas propiedades milagrosas le permiten realizar tremendas gestas deportivas sin esfuerzo alguno, claro. Si a este chico, al que ve la tele, no le han enseñado a pensar de forma crítica, si lo único que recibe son mensajes en los que se enfatiza lo positivo del consumo desbocado y, además, los modelos sociales que observa son los de personas que han llegado al ¿éxito? gracias a su ¿astucia? para saltarse las normas acordadas por la comunidad, si encima está convencido de que leer es una pérdida de tiempo, acabará por experimentar un tremendo sentimiento de frustración al no poder acceder a esas zapatillas. Y esa frustración vendrá acompañada de resentimiento, un resentimiento que fácilmente puede desembocar en violencia.

No sé si me he explicado bien. Lo que quiero decir, Àlex, es que procures no fijarte en las zapatillas de los demás. No quieras tener más que nadie. Siéntete agradecido por aquello de lo que dispongas y busca siempre el bien común aunque eso no esté de moda. Por tu propio bien.

NUEVAS PERSPECTIVAS

Es curioso que uno no sepa lo que está haciendo hasta que lleva cierto tiempo haciéndolo, o que no entienda lo que significa algo hasta que se producen los cambios que le permiten ampliar su perspectiva al respecto. Ahora, años después, empiezo a entender lo que significa El Rincón de Navarrete. Ahora, tras muchos meses, comprendo que ese Navarrete del Rincón no soy yo. Me ha costado percatarme de ello pero he empezado a captar la esencia de lo que estaba haciendo: escribía y veía para otro, para otro Navarrete, un Navarrete mucho más humano y menos contaminado que yo. Ahora es cuando empiezo a darme cuenta del sentido de mis acciones, sentido del que no era consciente pero que siempre estuvo ahí, latente, ávido por exponerse.

Es verdad que hay un punto de exhibicionismo en todo esto, una manera de abrirse al mundo a través de la expresión escrita, una manera como otra cualquiera de filtrar lo que observo y plasmarlo en un lugar desde el cual pueda ser compartido por los demás. Hay personas que captan imágenes y las muestran. Hay personas que componen música, que la interpretan o que la bailan. Hay personas que hablan y se explican fantásticamente de forma oral. Otros actuan. Son formas de comunicarse con el otro. Yo escribo de vez en cuando. Sin muchas pretensiones, las justas para engañarme a mí mismo creyendo que lo hago bien o para recibir de vez en cuando la palmadita de algún familiar o amigo que se pasa por aquí. Aún así, siempre ha existido otro motivo del cual ahora me percato.

El Rincón de Navarrete fue desde sus inicios un rincón extraño, sin fundamento aparente. Fue un rincón artificial, creado por otros para Navarrete. No había dirección ni sentido. Era un rincón sin finalidad ni objeto. El rincón empezó anunciando que era un espacio abierto a las personas, autopublicitándose como el rincón de todos los que se quisieran quedar un rato a su abrigo. Hoy entiendo que el rincón sí es de Navarrete. Es suyo, o, mejor dicho, es para él. Ahora comprendo que el rincón es para Navarrete, para que lo lea de vez en cuando, para que escuche la música que en él figura, para que conozca a su padre de una manera más profunda, de una manera diferente, para que conozca otros aspectos de quien le obligaba a comerse la fruta de las meriendas o se pasaba horas viéndole jugar en el suelo.

Empiezo a entender qué es el Rincón. Empiezo a distinguir la forma del camino. No hace mucho que encontré la oxidada brújula. Se me perdió hace mucho tiempo y estaba todo tan a oscuras que no la podía recuperar. Pero hay luces que no entienden de brumas, luces que a uno lo convierten en alguien mejor, que le conceden una tregua y le ofrecen la posibilidad de ver por dónde anda y hacia dónde se dirige.

Bienvenido a tu rincón, Navarrete.

martes, 10 de julio de 2012

ENCUENTROS

Coge la pieza roja y la encaja sobre la azul. Sonríe e inclina su cabeza hacia mí, mostrándome esos dientes tan blancos que rompieron sus encías hace algunos meses. Al verlos, su madre dijo que iba a tener la dentadura de su abuelo y de su tío, los hombres de la familia. Busco rasgos que confirmen que he contribuido en la génesis de tan perfecto ser. La verdad es que no los encuentro, no soy capaz de hallar ni un lejano parecido entre esa maravilla que recorre el pasillo impulsándose con el trasero y yo. Bueno, quizás sí doy con uno: él también suda a raudales, tanto que incluso el leve contacto de su piel con las sábanas o la almohada sobre la que duerme activa su metabolismo de manera que al cabo de un rato se asemeja a una especie de pequeño Buda reluciente.

Se muestra tranquilo. Es curioso pero no atrevido. Escruta el ambiente, sobre todo las caras de aquellas personas que le rodean. Primero observa cuidadosamente y después parece valorar la situación sesudamente antes de iniciar cualquier acción. Su gesto es de concentración, a veces ni parpadea. Sólo se me ocurre una imagen más bella que la descrita y es otra de su mismo rostro, el que pone cada vez que ve llegar a su madre del trabajo, a esas horas en las que jugamos sentados en el suelo.
Encaja las piezas y percibo su alegría al sentirse competente. Toma dos pelotas de colores, una en cada mano, y tras mirarme de soslayo y con gesto de picardía, las proyecta hacia el punto más lejano del salón. Coge los cuentos y pasa sus páginas con parsimonia. Presta atención y se sumerge en lo que está haciendo, hasta que oye un ruido a su espalda. Es el tintineo de un pequeño objeto metálico que se acaba de introducir en la cerradura. Identifica el sonido y lo relaciona con el momento del día en el que se encuentran. Automáticamente, deja lo que está haciendo y se da media vuelta en dirección a la puerta de nuestro hogar. Sus pulsaciones se han disparado en cuestión de décimas de segundo y ahora balbucea frases ininteligibles mientras levanta los brazos en señal de excitación por lo que intuye que va a suceder. Se abre la puerta y tras ella aparece el rostro de su madre, su preciosa madre, que lleva sonriendo desde el momento en que salió de la oficina y empezó a imaginar este preciso instante. Se miran fijamente al tiempo que sus desiguales pasos trazan el último trayecto antes del esperado contacto. Sus rostros son como pantallas en las que se proyectan ilusiones y anhelos. Sus almas son dos espejos en los que se reflejan los más hermosos sentimientos. Mientras, en un segundo plano, apartado pero absolutamente presente, contemplo la escena en estado de arrobo, orgulloso de ellos y agradecido al destino, a la Providencia, a la Naturaleza o a lo que sea por haberme ofrecido este regalo, el presente de poder ser testigo del amor más puro que jamás haya percibido.
Se funden en un abrazo y no puedo evitar emocionarme. Reconozco que tengo bastantes más defectos que virtudes, pero uno de esos defectos no es el de obviar los sentimientos de los demás, todo lo contrario, los percibo con intensidad, como percibo claramente que la conexión que existe entre ellos está por encima de cualquier otra cosa. Y yo me siento extrañamente cercano a esa luz que irradian al fundirse en uno. Y es en ese momento en el que entiendo y me percato. Es cuando me doy cuenta del verdadero significado de la palabra amor y, a la vez, de la suerte que tengo al poder compartirlo con ellos.

jueves, 7 de junio de 2012

MISHIMA - L'ÚLTIMA RESSACA



Me he vuelto a enamorar.

miércoles, 7 de marzo de 2012

WILCO - BORN ALONE



El 31 de mayo estarán en el Primavera Sound Festival junto a otros como Franz Ferdinand, The XX, Beirut o el mismísimo Chinarro. Seguro que merece la pena dejarse la pasta y acercarse a verlos.

lunes, 5 de marzo de 2012

PASAJEROS AL TREN


Cierro los ojos y me dejo llevar. Nos abrimos paso entre el gentío y saludamos a todas aquellas personas que se agolpan en los costados del camino, admirando ellos entre sorprendidos y divertidos el cansino trajinar de aquel tren en miniatura. La serena calidez de un domingo del mes de marzo nos acompaña durante el trayecto, un recorrido de apenas cinco minutos dando vueltas a lo largo y ancho del parque, un parque por el que tantas veces he transitado y que hoy me parece de unas dimensiones diferentes, teñido de otras luces y configurado por otras formas y texturas. Un parque clónico pero a la vez inexplorado.

El conductor reduce la velocidad y espera a que dos niñas crucen las vías con sus bicicletas. El vendedor de globos de colores, apostado bajo los soportales del edificio municipal, hace su agosto entre tanto padre de fin de semana, padres y madres que se sienten inconfesablemente culpables, sustitutos de los abuelos a tiempo completo, de los abuelos que ocupan lugares que no les pertenecen pero que nuestra moderna sociedad ha elegido para hacerse cargo de sus hijos, los hijos de tantos y tantos hipotecados, personas que invierten su tiempo en trabajos mal remunerados pero de los que dependen para pagar la terrible deuda que estrangula su libertad, abuelos y abuelas que podrían tomarse un respiro ese día pero que acaban dejándose llevar por la alegría innata de sus nietos (y su tiranía) y bajan a verles correr y a jugar al escondite con ellos, riendo juntos entre los frondosos árboles que abundan por todo el recinto.

Vuelve a reducir la velocidad a la espera de adentrarnos en el oscuro túnel y el pequeño observa su entorno con avidez. Nuevas sensaciones y nuevos colores. Movimiento inesperado. No tiene miedo. Los brazos de su madre rodeándole la cintura y la presencia de su padre justo frente a él le invitan a obviar su fragilidad y dependencia. De vez en cuando me giro y lo miro durante unos segundos para asegurarme de que está bien y de que disfruta de un viaje que para él es eterno y genial. Llegando al final el tren aminora la marcha y se interna en la diminuta estación, un entresijo de vías y cemento que parece de mentira, un entramado de carriles y hormigón de tamaño reducido. Paramos y lo cojo por las axilas para poder izarlo. Lo llevo en volandas entre semejante tumulto y se le cae el chupete de tanto reírse. Sigo los pasos de mi mujer en dirección a las mesas engalanadas. Hoy cumple años la hija de unos amigos y hemos ido a celebrarlo con ellos. Yo, algo somnoliento pero inesperadamente feliz por el viaje en tren, me digo que las circunstancias cambian casi sin que uno se dé cuenta de ello. No hace tanto tiempo que el domingo por la mañana no existía para mí. No hace demasiado que a esas horas de un domingo dormía a pierna suelta, levantándome como mucho para orinar la cerveza ingerida horas antes o bien para beber un trago de agua, sintiéndome entonces algo aturdido pero consciente de no tener que volver a levantarme de la cama hasta que me viniera en gana. Desde luego no hace tanto de aquellos otros domingos en que me despertaba el timbrazo perpetrado por mi amigo, siempre más diligente que yo a la hora de despertarse, vital a pesar del dolor de cabeza que a esas horas compartíamos y que nos acompañaría en el trayecto que llevaba de nuestro hogar al campo de fútbol y que tratábamos de aliviar a base de bromas y anécdotas acaecidas tan sólo unas horas antes, horas ya lejanas en nuestra memoria de universitarios a tiempo parcial. Mi amigo Sebastián, un compañero de viaje que siempre esperaba pacientemente a que me vistiera y apurara el sempiterno vaso de leche antes de ir a despellejarnos las rodillas en los campos de tierra de nuestra ciudad, corriendo en pos de una pelota a la vez que esquivábamos las acometidas de rivales más expertos, más golfos y malintencionados que nosotros, siempre tan ingenuos y ávidos de balón, llegando siempre tarde a las convocatorias por mi culpa y mojándonos la cabeza antes de empezar el partido para que el helor del chorro se llevara por el desagüe los restos del alcohol bebido y el tabaco adherido a nuestros pulmones, dejando a un lado el malestar para correr más que nadie, para saltar más que nadie, para transcendernos a nosotros mismos sintiéndonos parte de un equipo, sumando nuestras conciencias a la conciencia de los demás compañeros, para dotarnos de una identidad grupal, la de un montón de jóvenes de extrarradio que buscan redimirse a través del juego y la mutua lealtad.

La vida le cambia a uno sin enterarse siquiera. Los domingos ya no son los mismos que los domingos de antaño. Antes cuarteaban mi piel la tierra y el sol del mediodía, un sol que bañaba con sus invisibles rayos los campos de fútbol del área metropolitana. Ahora lo hace la resistencia del aire cuando lo surco subido encima de un tren en miniatura y con mi hijo apoyando sus diminutas manos en mi espalda.  Hace pocos años no era capaz de imaginarme algo así. Hoy me parecen domingos remotos aquéllos en los que casi no había tiempo de dormir, domingos de embriaguez y aturdimiento en los bares del Poblenou y que continuaban resistiéndose a extinguirse con la emoción inmediatamente posterior que disparaba en mí la disputa de un partido matutino, aquellos domingos en los que caía rendido después de comer atropelladamente y en silencio lo que mi madre había cocinado con tanto esmero unas horas antes, esperando ansiosa a que volviera sano y salvo después de tanto trasiego nocturno, a que descansara por fin, hastiado de tanta abulia y tanta rebeldía absurda, cansado, creo, de tanto hacer lo que quería sin ofrecer explicación alguna a quien tanto se desvelaba por mis ausencias y que tanto esperó paciente e inútilmente algún gesto de cariño que compensara el brutal esfuerzo realizado, la descomunal brega por los suyos, seres infinitamente desagradecidos y ciegos de egocentrismo. Injusticias de adolescente, de joven que no quiere cargar con el peso de la responsabilidad por miedo a defraudarse a si mismo, temeroso de lo que se le viene encima y buscando en el exterior lo que no se atreve a buscar dentro.

Pero no se puede escapar de la realidad. Al menos no por mucho tiempo ya que la vida te acaba pidiendo cuentas más tarde o más temprano. El que escapa no sabe (aunque sí intuye) que a la vuelta de la esquina siempre estará su conciencia, esperándole con un mazo en la mano, la muy hija de puta, para zurrarle bien fuerte en la cabeza, para hacerle despertar de una vez por todas. Sólo hay dos alternativas frente a eso: dejar de huir y enfrentar las propias bajezas o ponerse un casco bien duro y esperar a que la del mazo deje de golpearle. El que renuncia a huir sufre y siente dolor pero se da cuenta de ello y dispone de cierto margen de maniobra para cambiar su destino. El que renuncia a huir acepta el sufrimiento a cambio de autonomía, a cambio de no ceder más poder al otro, a cambio de por fin reconocerse en el espejo. El que se pone el casco, por el contrario, aguanta los estacazos de su conciencia  creyendo haber encontrado la fórmula del éxito pero de lo que no se da cuenta es de que en realidad lo que está haciendo es enclaustrarse en el interior de su propia coraza. El portador del casco cree que no sufre pero lo único que consigue es efectuar un trueque maligno, intercambiando lucidez por anestesia, sin percatarse del precio que está pagando en términos de ignorancia y dependencia, obviando que el tributo que se paga por evitar el dolor siempre es demasiado elevado. Los cambios se dan, lo aceptemos o no. Ha llegado la hora: pasajeros al tren.

sábado, 3 de marzo de 2012

THE BLACK KEYS - GOLD ON THE CEILING



Muy grandes los Black Keys. Auerbach y Carney, dos tipos de Ohio que sólo saben componer música de la buena.

jueves, 1 de marzo de 2012

FIGHT CLUB

Hacía mucho tiempo que no aguantaba más de media hora seguida sentado en el sofá para ver una película. Ayer lo hice. El largometraje en cuestión era El Club de la Lucha, película protagonizada por Brad Pitt y Edward Norton y que se estrenó en los cines hace ya algunos años. Pues bien, al igual que me ocurrió con Matrix, la peli de ayer me sorprendió mucho tiempo después de que todo el mundo la hubiera visto ya. No es que no me guste el cine, es que la televisión me suele conducir al aburrimiento y la postración intelectual, así que no le concedo demasiadas oportunidades. Sé que no soy justo. Hay material audiovisual muy bueno y todavía hoy en día se emiten programas de calidad (pocos) en algún canal que otro pero el simple hecho de tener que discriminar entre tanta basura me agobia bastante, sobre todo teniendo tres o cuatro libros esperándome sobre la mesita de noche o algunas páginas de Internet relacionadas con mis aficiones a la distancia de un solo clic.

Tiendo a obviar el prime time. Mi tiempo de visionado se reparte entre los canales de noticias y los canales deportivos, procurando guardar un justo equilibrio entre aplacar la necesidad de verse a uno mismo como una persona informada, pendiente de la rabiosa actualidad, y disfrutar íntimamente de la alienación que produce la contemplación de tipos corriendo en calzones y que se parten la cara por alcanzar un balón. Es mi rutina: noticias y deporte. Hasta que me topo, normalmente a petición conyugal, con alguna que otra opción diferente y que, inopinadamente, atrae mi atención. Fight Club me enganchó porque activó algo en mi interior. Me está haciendo pensar. Y eso me gusta.

El film dirigido por David Fincher te pone contra las cuerdas. ¿Es la violencia gratuita una pulsión innata en el hombre? ¿Te puede hacer sentir más vivo el hecho de dar rienda suelta a los más bajos instintos? ¿Es antinatural no expresar la propia agresividad? ¿Radica el verdadero sentido de la vida en la ausencia de miedo? ¿Depende de uno mismo vivir sin ese miedo? ¿Es al dolor, físico o psicológico, a lo que finalmente tememos? ¿Tenemos todos, en cierto modo, dos aspectos que pugnan entre si? ¿Cuál sería mi yo disociado? Y, voy más allá, ¿es la enfermedad mental una última llamada hacia la verdadera lucidez? ¿No es una persona aquejada de una patología mental alguien que está recibiendo un cruel mensaje de despertar? ¿No seremos los demás los insanos? o, visto de otro modo, ¿no será que no nos aceptamos tal y como somos y por eso recreamos una imagen ideal de quiénes queremos ser?

La mente humana es indescifrable. Sabemos lo justo acerca de ella. Por conocernos a nosotros mismos pasa un futuro mejor, más acorde con nuestras verdaderas necesidades, por conocernos de forma honesta, sin mentiras, sin puntos ciegos autoimpuestos, sin mecanismos de defensa con los que proteger nuestra interioridad. Uno de los mensajes de la película es precisamente ese: afronta el futuro tal y como venga, sin necesidad de controlarlo. Porque, en el fondo, la necesidad de control, ¿a qué responde? ¿No será a un miedo irracional hacia lo que ha de venir? ¿No será un miedo a experimentar, a vivenciar aspectos de nosotros mismos que no cuadren con la imagen que albergamos de ellos? En mi opinión, el planteamiento de la película lleva esta cuestión al extremo pero pienso que es una buena manera de empujar al espectador hacia su propio abismo.

Y, es que, ¿qué mayor abismo que el de los propios temores?

miércoles, 29 de febrero de 2012

TENDINITIS

Diez kilómetros a buen ritmo y uno más al trote para reciclar el lactato. Hoy me duele en la zona externa de la rodilla derecha. No es un dolor demasiado agudo pero sí testarudo. Digo yo que será tendinitis. Creo que el problema son las últimas zapatillas que compré. Eso y que llevaba más de un mes sin salir a correr. La ola de frío y de compromisos futboleros me han retraído en los últimos tiempos, pero lentamente empiezo a salir del letargo.

La llegada de la primavera me incita a volver al asfalto. Una temperatura más agradable me invita a tomar la calle. Me visto de forma austera, ese concepto tan de moda en los últimos tiempos. Camiseta técnica, pantalón de atleta, un pantalón extremadamente corto, calcetines negros, zapatillas y un reloj que además de los tiempos mide las distancias. Así salgo a la calle. Así salgo a conquistar el mundo exterior, un mundo próximo y miles de veces por mí transitado, un mundo usado pero aún con calles por descubrir.

Llevo relativamente poco tiempo corriendo. Aún así ya tengo un historial suficientemente extenso como para confeccionar el mapa de mis manías en esto del fondo.

Al principio salía a correr por los alrededores de mi hogar. Repetía estoicamente un circuito del que conocía de memoria su longitud: 1,7 kilómetros. Me gustaba rebajar los tiempos que marcaba en cada vuelta. Mi objetivo era el de hacerlo cada vez más rápido.

Al cabo de los meses empecé a perder el interés por aquel recorrido. Más que aburrirme creo que lo que me pasaba es que me sentía atraído por alejarme de mi entorno, quería dejar de ver las mismas caras, dejar de cruzarme una y otra vez con las mismas personas. Así empecé a salir de los límites de mi localidad en las cada vez más frecuentes excursiones. Y así empecé a alejarme, poco a poco, del barrio en el que vivo. El recorrido que más me gustaba era el que hacía hasta llegar a casa de un amigo, atravesando cuatro municipios diferentes, municipios que limitan entre sí y cuya frontera es prácticamente indescifrable, municipios parecidos en muchas cosas, semejantes en lo estructural y en lo social, municipios alineados y guarnecidos por metros y metros de fachadas descoloridas y alquitrán envejecido, un alquitrán maltratado por el imparable trasiego de los vehículos de motor: motocicletas, coches, furgonetas, autobuses o camiones que rompen el piso. Son municipios nacidos al amparo del Llobregat, encajonados entre la ribera oriental del río, el parque de Collserola, el mar y la ciudad de Barcelona, esa gran urbe que todo lo arrastra y cuyas arterias conectan con avaricia el entramado suburbial.

Empecé a correr hasta el lecho del río. A cruzarlo sobre un puente pintado con miles de graffiti, coloreado hasta la saciedad por todo tipo de personas, artistas o gamberros o artistas y gamberros a la vez. Una manera, la de plasmar gráficamente el propio nombre, de decir éste soy yo, de reclamar la atención que todos pretendemos.

Un día, sin venir a cuento, decidí cambiar de ruta. Dejé atrás el parque de siempre y giré a la derecha. La cuesta era criminal. Llegué hasta arriba sin pararme. Una vez allí, bajé un poco el ritmo y recuperé el pulso. Entonces, seguí subiendo. Y me fui alejando hasta llegar a un hospital del que sólo había escuchado el nombre. Me costó volver porque me había alejado más de lo acostumbrado, pero fue ese día en el que empezó a inocularse en mi sangre el virus de la lejanía, ese extraño virus que vive en mí y que ahora me empuja a moverme por donde no solía, a callejear a donde quiera que vaya, a escrutar nuevas plazas, a extraviarme conscientemente porque no quiero volver a pisar terreno conocido, una atracción creciente a correr por empinadas calles, por subir pendientes que me dejan en vilo, que me exprimen y me dicen que me joda, que yo lo he querido. Y cada vez me importa menos el circuito y más la exploración. Y cambio la linterna y el sombrero de cazador por las zapatillas de running y el pulso acelerado.

Ahora visito otro hospital, el que me vio nacer. Lo rodeo y me hace gracia pensar que ya han pasado más de treinta años desde que mi madre me alumbrara en una de sus estancias. Me interno por zonas industriales, me interno en ellas y recorro sus calles como si de un desierto se tratara. Por las noches son zonas sin vida. Imagino mientras atravieso las amplias avenidas de esos polígonos que un coche saldrá de entre las brumas y se cruzará en mi camino. Me veo intentando escapar de la ira de sus ocupantes, una especie de mafiosos que secuestran a corredores de fondo para extirparles los órganos vitales y después traficar con ellos en el mercado negro. Me veo siendo el hígado de un famoso empresario, excretando bilis porque el Gobierno está tardando más de la cuenta en estipular por decreto el despido libre. Me veo siendo el corazón excitado de un prestigioso político adicto a la cocaína, un político que paga mucho dinero por corazones de contrabando, el dinero que expolió de los fondos públicos y que hoy guarda en su cuenta bancaria de Suiza. Entonces oigo el ruido de un motor y me sobresalto. El coche pasa de largo y me digo que lo mío no es normal, que, por muy rápido que corra, mi mente siempre me rebasa.

Y sueño con mi hijo. Y evoco otros recuerdos que me acompañan en la carrera y que por arte de magia se forman y se diluyen, atravesando algunos mi conciencia, expectantes otros para volver en las innumerables ensoñaciones diurnas. Y pienso en mi mujer y en mis amigos. En mi familia. En música y libros. Me viene a la memoria el gol fallado y siento frustración, pero en seguida me descubro celebrando el otro que sí metí. Cierro el puño sin darme cuenta en señal de júbilo, reivindicándome de nuevo, convenciéndome de que aún juego bien. El tiempo discurre de forma diferente y a cada paso que doy, y de forma inexplicable, me acerco. Y me vuelvo a acercar. Pero no llego. Nunca llego.

martes, 28 de febrero de 2012

LA CUCHARA

La cuchara sale despedida. Gira la cabeza en dirección a ella y se queda observándola mientras ésta yace en el suelo, aún con restos de verdura triturada en su mango. Parece que se está interrogando acerca de esa extraña fuerza que obliga a los objetos a caer, aprendiendo, implícitamente y sin fórmulas matemáticas, el sentido de la gravedad. La recojo del suelo y la limpio con el trapo húmedo. No pierde detalle de mis movimientos y arquea una ceja escrutadora al tiempo que proyecta el labio superior hacia fuera en señal de curiosidad. Yo le observo divertido. Ahora muevo el útil culinario frente a su cara como si fuera un péndulo. Dirige su mirada al objeto oscilante y empieza a emitir un sonido gutural que se parece al ronroneo de un gato, una especie de resonancia que le ayuda a concentrarse antes de asestar el más fiero de sus ataques. Estira el brazo y yo le aparto de su objetivo. Me mira con cara de pocos amigos. Parece decirme que no quiere jugar al juego que yo propongo sino asir de nuevo esa cosa que tantas veces ha cogido antes y que desde hace un tiempo muerde cada vez que se sienta a comer con el fin de asegurarse de que aquellos dos dientes siguen estando en el mismo lugar desde la última vez que los notó. No puedo evitar sonreír y ofrecerle el artilugio. Lo toca, lo mira, lo explora con detenimiento, con cautela pero sin pausa. A mí me sorprende que le parezca tan llamativa una simple cuchara de plástico. Me sorprende descubrirme tan feliz de verlo observar, de verlo ahí sentado, con su babero con mangas y la cara y las manos llenas de papilla. No puedo evitar felicitarme y sentirme a la vez tan agradecido. Es casi inexplicable para mí. Él es, sin lugar a dudas, lo mejor que me ha pasado.

Apago el equipo de música y los Black Keys dejan de sonar. Tengo la absurda teoría de que si escucha buena música desde pequeño sus neuronas serán más plásticas y más receptivas. Quiero pensar que no es lo mismo escuchar a la Pantoja que a los Love of Lesbian. Lo que oyes, lees y haces moldea tu mente. Y yo prefiero moldear la suya hacia un estilo menos cañí y más cosmopolita. Se da cuenta de que la batería ya no suena y parece interrogarme con la mirada. ¿Por qué los quitas, tío? Pero al momento empieza a tararear su propia canción. Las sílabas que más utiliza son ta, ma y pa. Aún no sabe lo que significan. Ni siquiera las pronuncia conscientemente pero es difícil contenerse para no estrujarlo contra uno y besarle en esa cabeza cada vez más peluda. No me contengo y lo aplastó contra mi pecho. Al principio no le hace gracia pero poco a poco se lo toma como un juego y empieza a lanzarse contra mí. Lo coloco sobre mis piernas flexionadas y se balancea intrépidamente hasta llegar a mi cara. Me golpea el rostro y se ríe. Lleva unos días que no deja de emitir una especie de carcajada que hasta hace poco no sabía provocar. Se escucha y se muere de la risa. Yo me muero de la risa con él. Mi risa es de las de verdad, de las que sale de dentro y te contrae espontáneamente el diafragma, no es de las impostadas, no es una risa en busca de aceptación social. Es la verdadera expresión de mi alegría.

Se queda quieto y se calla. Me mira a los ojos y ya sé lo que va a ocurrir. Empieza a ponerse rojo y me da la impresión de que los suyos se le van a salir de las órbitas. Se le cae hasta la baba de la fuerza que hace. Acaba y vuelve a sonreír. Ahora el que no sonríe soy yo, sabedor del próximo embadurnamiento y del hedor de la excreción. Lo tomo en brazos y vuelve a sonreír. No rehúye el contacto de su cara con la mía a pesar de que llevo días sin afeitarme. Me pasa uno de sus pequeños brazos por detrás de la nuca y yo creo que me está abrazando. Le voy dando besos desde el comedor hasta su habitación, dándole pequeños mordiscos en su moflete espumado, apretando suavemente con mis labios el lóbulo de su oreja izquierda mientras él succiona con vehemencia el chupete azul. Llegamos a la entrada de su cuarto y me obliga a detenerme. Se queda fascinando por las cuatro letras de madera adheridas a la puerta. Juega un rato con la A y me mira como haciéndome cómplice de su alegría por ese amarillo chillón. Lo tumbo en el cambiador y se queja. Le ofrezco un pequeño peluche en forma de pato y obvia mi presencia para centrarse en aquel pico tan peludo. Repaso con la gasa humedecida el borde de sus testículos. Hoy había mierda por doquier. Una vez limpio lo vuelvo a coger en brazos y nos vamos a la cama. Ha estado frotándose los ojos mientras yo hidrataba su piel escocida, dejándose atrapar por una abrumadora somnolencia que le susurra quedamente. Nos tumbamos en el colchón, rodeados de penumbra, y se gira hacia mí y me palpa la cara. Primero la nariz y luego los labios. Se asegura de que sigo allí antes de dejarse vencer definitivamente por el sueño. Se duerme en un instante. Yo me duermo a su lado, cogiéndole la mano, no porque él reclame contacto sino porque quiero dormirme sintiéndolo cerca, lo más cerca posible.

Ya han pasado nueve meses, nueve meses de nuestras vidas. Nueve meses que parecen cien. Nueve meses que parecen dos. Nueve meses, en definitiva, que han puesto patas arriba mi vida. Maravillosamente patas arriba.

lunes, 27 de febrero de 2012

MANIOBRAS DE ESCAPISMO

Tratar de escapar de la realidad es algo de lo más común en el ser humano. Buscar la estima de los demás a través de la manipulación del ambiente es una práctica muy extendida entre nosotros. Lo es tanto que pasa absolutamente desapercibida por lo habitual.

Últimamente me doy más cuenta que nunca de mi natural tendencia a evadirme de la realidad que me circunda, de mi constante búsqueda de un espacio imaginario en el que sentirme protegido y en el que no tener miedo de expresar mi singularidad o, mejor dicho, mi afectividad.

Escapo a través del ejercicio físico. Correr y correr, devorar kilómetros sobre el asfalto de mi ciudad y de sus alrededores me invita a reunirme conmigo mismo, lejos de los demás, lejos de los contextos en que soy otro que no quiero ser, cruzándome con gente a quien nunca rendiré cuentas, personas con las que jamás mantendré una conversación, dependiendo para avanzar únicamente de mi propia capacidad y de mi esfuerzo. Recobrando momentáneamente mi sentido del yo. Antes me engañaba pensando que cuando corría lo que hacía era escapar de los demás para encontrarme conmigo mismo. Aunque, en cierto modo, había algo de verdad en ello, ahora sé que cuando corro lo que hago es reencontrarme con ese aspecto de mí que en tantas ocasiones me cuesta experimentar. La diferencia es que ahora no me miento diciéndome que escapo de los demás. Ahora me percato de que de quien escapo es de la persona que soy cuando estoy con los demás. Es paradójico escapar de uno mismo para encontrarse con ese otro uno mismo. A veces no sé ni lo que digo.

Escapo a través del juego. Cuando me calzo las zapatillas azules, las de suela de caramelo, las zapatillas de mi marca favorita, con las que golpeó el balón con toda mi fuerza, una fuerza que se va extinguiendo con el paso de los años pero que aún es suficiente para obtener los réditos que busco, me siento diferente. Cuando piso el cemento, el parquet o el césped artificial en pantalones cortos, ataviado como si de un bufón se tratara, un bufón que a diferencia del payaso profesional se divierte con lo que hace, dejo mis complejos y dificultades en la banda. Disfrazarme me transforma, o más bien me libera. Puedo ser quien realmente soy. Sin artificios. Cuando me golpean me enfado. Cuando estoy enfadado, golpeo. Me muestro tal y como soy. Corro, lucho y me vacío en busca de mi objetivo. Cuando lo consigo, lo celebro y me alegro. Cuando no, me enfado. Pero, sobre todo, en el terreno de juego me expreso. El estado corporal excitado y la mente concentrada en las circunstancias de un partido o un entrenamiento me llevan en volandas hasta mi esencia, me devuelven al punto de equilibrio, rompen la barrera psicológica que habitualmente sitúo entre mi conciencia y el mundo. Libera mi instinto, ese instinto al que tanto miedo tengo pero del que me siento inconscientemente orgulloso, al que sin saberlo me agarro en los momentos cruciales.

Escapo a través de la escritura. La expresión escrita es mi manera de darme a los demás, es la forma en la que aprendí a decir lo que sentía sin tener que bajar la mirada o sin tener que disimular la fuerza de mis emociones y toda mi agitación interior, sin tener que encauzar mi ansiedad hacia las bromas sin gracia y los comentarios vacíos. Escribir me relaja. Escribir me conecta. Escribir, en definitiva, me concentra y me reúne, como a Boleslao le reunía el whisky. Escribiendo respeto mis propios tiempos y me escucho mejor. Escribir me fortalece, hace que me sienta bien. Me permite decir las cosas que voy guardando en mi interior y que hasta que no plasmo en el papel no sé que son verdaderamente mías. Escribir me ayuda a entenderme. Pero, me doy cuenta, también, de que escribir es otra de mis maniobras de escapismo. Escapismo frente al dolor. Escapismo frente a la emoción. Escapismo frente al miedo a mostrar toda mi vulnerabilidad.

Hay cientos de maneras de escapar. El alcohol, las drogas o la televisión son algunas de ellas. Correr, disfrazarme de futbolista o escribir cosas como esta son algunas de las mías. Es posible que debiera dejar de escapar y enfrentar mis miedos. Ciertamente es una posibilidad. Hasta puede que dejar de escapar sea el significado de la palabra madurar. No lo sé. Lo que sí sé es que todo el mundo busca, consciente o inconscientemente, su manera de expresar lo que lleva dentro. Y yo no soy una excepción.

jueves, 16 de febrero de 2012

ANTÒNIA FONT - CALGARY 88



Lamparetes es un disco repleto de joyas. Calgary 88 es una de ellas y ahora soy capaz de reconocerlo. Digo esto porque hace ya algún tiempo un amigo, que en unos meses volverá a ser padre, colgó en su blog un clip de los Antònia Font. En su fuero interno esperaba que yo fuera capaz de captar la sensibilidad musical de estos mallorquines. Pero en aquella época yo no estaba preparado para tal acontecimiento. Mis gafas eran demasiado grandes y demasiado oscuras para ver más allá de mis narices.

Ahora, meses después, ya capaz de experimentar emociones intensas con esta música, me pregunto si no hubiera sido mejor seguir con aquellas gafas puestas. Los últimos acontecimientos acaecidos en este país me han llevado a plantearme la disyuntiva acerca de la conveniencia de si es preferible estar atento a lo que pasa a nuestro alrededor o, por contra, lo mejor es no reparar en ello . La absolución de un famoso político al que todos hemos escuchado vergonzantes conversaciones que lo dejaban en evidencia, la imputación y la condena de un juez que ha tratado de investigar terribles crímenes, el expolio de las arcas públicas por parte de las élites financieras y el mensaje institucionalizado de que la solución a la crisis y al desempleo pasa por la reducción de los derechos de los trabajadores y sus salarios me producen repulsa a la vez que indefensión. ¿Sería más saludable no experimentar estas emociones tan desagradables?

Hoy, sin mis gafas oscuras, sin mis gafas de enajenado, de ensimismado, de ignorante y de adulto joven cada vez más alienado, siento miedo ante el futuro que se nos avecina. Siento miedo frente al futuro que le voy a dejar a mi hijo, un futuro en el que ya no hay pluralidad en los medios, un futuro en el que no existirá lo público porque unos señores han decidido que el pastel era demasiado goloso para dejarlo escapar, un futuro de desigualdad y de exclusión social. ¿Sentiría menos miedo si no me diera cuenta de lo que está pasando?

Es probable que la respuesta a este callejón sin salida sea la acción colectiva. El problema es que desde hace muchos años se nos ha ido educando para tender hacia el individualismo y la sumisión (bueno, de eso también se han encargado las deudas hipotecarias), obviando la fuerza de lo común. Pero en lo común, en los acuerdos de la ciudadanía para mejorar la sociedad en la que vivivmos, es donde radica la fuerza del grupo social. No puede ser que unas pocas personas decidan el futuro de la gran mayoría. Eso no es democrático. ¿Sería mejor creer que vivimos en democracia?

miércoles, 4 de enero de 2012

RADIOHEAD - PARANOID ANDROID



Reconozco que no tiene perdón el hecho de haber vivido al margen de Radiohead durante tanto tiempo pero las cosas son como son y uno es quien es en función de su grado de consciencia. Están en otro nivel. Por su sonido, por su capacidad de innovar, por su manera de reinventarse y experimentar y porque Yorke sólo hay uno. En Esquizonia, es el líder de los cazadores de luces.

martes, 3 de enero de 2012

THE BLACK KEYS - LONELY BOY



No sé qué es mejor, si el musicón o el vídeo. Lo mejor será que cada uno juzgue por si mismo. Lo que tengo claro es que el último disco de los Black Keys no tiene ninguna clase de desperdicio. Será que los he descubierto hace poco y que me tienen robado el corazón.

Y es que es muy duro modernizarse. Llevo semanas escuchando toda clase de música y es complejo descartar la auténtica mierda de lo realmente potable. Eso sí, me estoy dando cuenta de que para gustos, los colores...

ARCTIC MONKEYS - BRICK BY BRICK



Los Arctic el 28 de enero en el Palau Sant Jordi...