domingo, 15 de diciembre de 2013

EL PODER DE UN PASEO

 

Había decidido caminar. Un beso a mi mujer, otro a mi hijo y rumbo a la pista en la que estaba previsto jugar el partido en aquella amable tarde de sábado, tarde amable y cuidadosa con el errar del caminante, un caminante menos aterido que en días anteriores, más liberado de su propio interior y más dispuesto a dejar vagar la imaginación. Mi decisión de recorrer un par de kilómetros a pie no fue vana. A veces necesito aislarme en mi solitario caminar para aclararme, para repasar el sentido de mis actos, que, por otra parte, suelen ser en un alto grado inconscientes. No sabía en qué quería pensar, pero intuía que necesitaba hacerlo, dejarme llevar por el corazón del distrito de Les Corts para encontrar en algún rincón de él la respuesta que no estaba encontrando en los últimos tiempos. Lo malo es que tampoco sabía cuál era la pregunta. Crucé Numancia y llegué a Déu i Mata. El peso de la mochila me retornaba al presente, pero yo, testarudo, reubicaba el armatoste y volvía a la meditación. Empecé a saber qué buscaba en la Plaça de Comas: por qué necesitaba caminar antes de un partido. Crucé Carles III con la mente puesta en qué estaba ocurriéndome para que deseara tomarme un tiempo para estar solo conmigo durante los momentos previos a una tarde de fútbol, ideas revoloteando, yendo y viniendo, sabedoras de algo que todavía yo no sabía. Momentos de introspección sobrevenida, conscientemente buscada a pesar de la inconsciencia subyacente, de nuevo la irresoluble contradicción en la que vivo, la misma por la que aparezco y desaparezco ante mí mismo tantas veces. El lenguaje críptico de mi tránsito diario. Uno al final se acostumbra. Se acostumbra a entender que sólo entiende a medias, y, sobre todo, se acostumbra a entender que no tiene por qué entenderlo todo, mucho menos a sí mismo, por mucho que quiera hacerlo, por mucho empeño que en ello ponga. Se acostumbra a escuchar. Se acostumbra a esperar a que, de una vez por todas, se conforme una figura, que ésta emerja del fondo inopinado, que la luz, por muy opaca y difuminada que se muestre, acabe por iluminar algún aspecto de la realidad. Es en ese foco en el que me voy acostumbrando a vivir, en el foco de los matices, en el de las medias verdades, en el foco de la ambigüedad, la propia ambigüedad de la naturaleza que nos acoge. Me voy acostumbrando a entender que el foco que creo manejar, el foco de mi atención consciente, suele estar mediatizado por el foco del foco, el foco de mi atención escondida, de mi yo escurridizo, el que domina sin ser visto, el que argumenta y apunta lo que tiene que decir a mi otro yo para que éste explique el por qué y el cómo. Me he ido acostumbrando a no creerme en exceso al yo listillo, al que todo lo sabe. Me he acostumbrado a cuestionarlo y a mirar más allá de la cegadora luz del primer foco. Cuando aguanto sin ponerme nervioso, cuando contengo el impulso de dejarme llevar por la falsa claridad, entonces detecto la fugaz sombra del yo agazapado, del verdadero ejecutante, el que maneja los hilos. Cuestiono al clarividente yo y me apercibo de quién toma las decisiones, de quién manda realmente. Me percato de quién dirige el foco del foco. Aunque no siempre lo consigo, porque es un maestro en el arte del camuflaje y la evitación, un profesional del escapismo de mayúsculo embozo. En cualquier caso, he aprendido a esperar, a esperarlo. Lo espero corriendo, escribiendo o caminando, convirtiéndome en mero espectador del diálogo, del juego del gato y el ratón, el juego del escondite existencial. Miro al crédulo portador del foco y miro al que maneja el foco del foco y en ocasiones soy privilegiado testigo de sus interacciones, de cómo uno no se da cuenta de nada y el otro hace un esfuerzo titánico por mantenerse en el mismo quicio de la puerta, en el justo medio entre la oscuridad y la claridad, sin mostrarse del todo pero haciendo acto de mediana presencia para que todo el mundo sepa de alguna manera que existe, que es. El embozado vanidoso. El petulante director de escena. Y esperando lo observé, llegando casi a la Maternitat, cada vez más cerca del recinto deportivo que minutos más tarde acogería mis cada vez menos furibundas carreras. Fue entonces cuando pude entrever lo que semanas antes ya intuía, porque el enmascarado se manifiesta siempre a través de la intuición, porque no se atreve a mostrarse pero siempre quiere ser protagonista, y por ello envía mensajes acústicos al sordo guía del primer foco, que no se entera mucho y cuando escucha cree haber encontrado una lúcida respuesta por sí mismo. He sido yo, parece querer decir el actor oculto, pero no se atreve. Lo que entendí fue que necesitaba dar una vuelta, un estupendo paseo por el centro del barrio barcelonés para entender el porqué de mi malestar con el equipo en los últimos tiempos, de mi malestar conmigo mismo en relación a él. Y, si os soy sincero, creo que no lo acabé de entender. Ya se sabe, el puto inconsciente nunca es tan amable, pero sí que recuperé cierta paz conmigo mismo y una extraña apetencia por el fútbol que llevaba semanas sin sentir. Una descansada meditación que me devolvió a antiguos derroteros, los de la ilusión a pesar de. Los de las ganas a pesar de. ¿A pesar de qué? A pesar de la derrota. A pesar de que otros decidieran tomárselo a mal. A pesar de los gritos, aullidos y ruido exterior. El trayecto de media hora me había blindado, aquel trazado luminoso, en lo espiritual, claro, había acorazado de tal manera mis sentimientos que me daba igual el resultado del encuentro y su desarrollo mismo. Me di cuenta de que había decidido, sin saberlo, ser feliz a pesar de los pesares.


Me encontré con Galusca, precedido por su sempiterna sonrisa y su coloreado y encolado cabello. Estrechamos nuestras neuróticas manos y nos dirigimos hacia uno de los fondos, aquel en el que esperaba paciente la incombustible señorita Bordés, la Sara, la verdadera y única responsable del sobredimensionamiento de este club, la que atestigua cada semana que existimos, la que espera sin esperar, la que mira y observa, e imagina, la que nos da más de lo que ninguno podamos entender desde nuestro estrecho intelecto. En una esquina, siempre esperando, derrochando un altruismo poco percibido por imbéciles de nuestro calibre. Bona tarda, Sara. Ja hi tornem. Un somriure càlid i tornem a començar. Van llegando los demás: Jesús con el casco en la mano y el caminar erguido; una postura rígida y el talante afable, postura corporal propia de quienes tienden a ser deudores de un exceso de responsabilidad, propia de quien reprime la ira para no dañar a los demás. Está contento el cabrón, un tipo alegre que encuentra la alegría en algún lugar de su espacio interior, imposible de discernir, el origen de ese espacio y de  esa alegría cuando luego lo ves sobre la pista, desasistido y obviado por el resto de compañeros, capaz de sacar petróleo positivo de cualquier situación potencialmente vejatoria, campeón de campeones en el noble arte del judo emocional, de convertir la energía agresora en energía agredida al rebotar toda ella en su panza sanchesca y vital. Ñeti es especial. Ayer jugó realmente bien. Nadie hubiera dicho que era mejor ni peor que cualquiera de los que pisamos el ruborizado asfalto de aquel lugar. Acertó arriba y acertó abajo. Corrió cuando tuvo que correr y paró cuando lo tuvo que hacer. Gran partido el del pratense pródigo. Luego llegaron Jaime y Raquel, sostén y delegada respectivamente, sostén él de nuestro juego y poseedor del tempo último de los encuentros y delegada ella  de nuestros acervos y sentimientos futboleros, custodia de fichas, joyas y más de un impuro pensamiento. Custodia del custodio de nuestro juego, custodia al cuadrado entonces. ¿Cómo se llama la cuidadora del cuidador? El cirio verdadero, la verdadera respuesta religiosa en un cirio y no en cien, la calma espiritual en él encarnada para dotarnos de mística y pausa. El sosiego azulado que parte de la suela de su azulada bota derecha. El que amarra el desbocado e intrépido espíritu grupal, el hombre que susurra al oído del corcel muntanero para que guarde la compostura y el orden. Keep calm, Monchu. Keep calm, que yo la aguanto, que yo la piso, chicos, que soy amigo de mis amigos, amigo del control y el arte de la parsimonia, amigo del balón, que yo lo trato con cariño, que lo acuno en su justa medida, que lo empano entre pisada y pisada, que lo convierto en croqueta de difícil digestión para el rival. Y entonces llegan los brothers, los Justins: Timberlake y Bieber; los zonafranqueses de mi vida, los hermanos Berruezo, maxi y mini, aunque a veces no sé cuál es más maxi de los dos, si nuestro hombre elástico o el joven padawan que extrañamente tanto se vuelca en este equipo de parias. Ambos hicieron lo que saben. Bueno, hicieron muchas cosas que saben hacer bien: pararon balones de indescriptibles y cambiantes trayectorias, proyectaron el esférico en perfectas parábolas de más de treinta metros de recorrido, colaboraron en la gestión de cierres y cumplieron funciones de auxiliares técnicos, animaron y se retorcieron, tanto en la banda como en el campo. Los jodidos y carismáticos Berruezos, el competitivo hermano mayor y el generoso y vital hermano mediano, el del medio de los Chichos, el más artista de todos. Pero no fue todo lo que he dicho lo que mejor hicieron, no. Lo que mejor hace un Berruezo es implicarse, es decir, poner el corazón en lo que está haciendo, y cuando digo el corazón digo los cinco sentidos y un poco más, porque además de los cinco que estudiamos cuando somos jóvenes existe un sexto, el jodido e intangible  sexto sentido, que no es más (ni menos) que la intención y el deseo de conseguir que algo ocurra. Que yo estime a maxi Berru no es una noticia demasiado novedosa, que el discutiblemente mini me caiga especialmente bien tampoco lo es; por eso, amic, te garantizo que si existe algún tipo de diablo pactista, éste acabara su carrera a tu lado.

Desi se quedó un poco rezagado. Observando los movimientos tácticos de los equipos que recorrían sin demasiado sentido el piso rojizo de enfrente. Observaba y callaba. De vez en cuando echaba una ojeada a los seguidores del Atlético Mineiro, pero, básicamente, callaba y observaba, o viceversa. Yo, acorazado y feliz pasara lo que pasara, lo observaba a él desde la penumbra de la callada esperanza. Hablaba con Galusca, Jesús y Jaime, pero miraba de soslayo el semblante de Desiderio. Me recordaba a mí mismo cuando miraba a mi padre de niño: ¿cómo estará? ¿Estará contento hoy? ¿Estará enfadado? ¿Hoy gritará? En otras circunstancias el recuerdo de otras latitudes temporales y de otros deslavazados fragmentos vitales, ya vagas ensoñaciones, me hubiera retrotraído al molesto pasado y hubiera hecho algo de mella en mi confianza, pero ya he dicho que la singladura hasta el pabellón me había hecho fuerte, la observación del evasivo yo y mi toma de conciencia previa, la de que uno puede sentir compasión de algún aspecto de sí mismo sin caer en victimismos, había vitaminado y estabilizado la volubilidad de mi carácter. Mantenía mi atención dividida, una en varios interlocutores y otra en Desi, con el único objeto de discernir su estado interior, pero no ya para quejarme, tratar de convencerle, motivarle o mostrarle mi típico apoyo paternalista y fomentador de la dependencia, no, esta vez no. Simplemente lo observaba para saber a qué atenerme y para saber si esa tarde íbamos a ser seis o siete jugadores de campo. Ese lapso de tiempo, diez minutos aproximadamente, dio mucho de sí en mi cabeza. Tuve tiempo de intercambiar impresiones tácticas con Galu, económicas con Jaime y absurdas con el Ñeti. Además, tuve tiempo de pensar en todo lo que había pensado en los últimos meses de Desi. Pensé que había dedicado mucho tiempo a pensar en qué estaba pensando mi compañero. Pensaba en que quizás había invertido un tiempo inútil en tratar de provocar un cambio. Eso me llevo a pensar que, cómo muchas veces, igual me estaba pasando de listo, o de la raya, o atribuyéndome funciones no otorgadas, o, simplemente metiéndome donde no me llamaban o creyendo saber más de lo que ya sabía. Pensé que quizás me estaba equivocando, aunque luego pensé que igual no. En cualquier caso, yo estaba blindado, llevaba puesto el chaleco antichorradas y ningún Desi de poca monta me iba a joder el día, nadie me iba a sacar de la senda que había encontrado a través de las callejuelas del districte de Les Corts. Aún así, no podía dejar de estudiar sus facciones, de mirar su gesto, de anticipar su estado anímico. Quería ir y decirle eso de mierdón, qué tal, espero que hoy no hagas el gilipollas y te dediques a disfrutar. Sí, sí, ya lo sé, tío mierda, ya sé que soy un pesado y que harás lo que te salga de los huevos, pero mi blindaje emocional, ése que ha llegado con el ocaso de un sábado de diciembre, me permite decirte esto sin pestañear. ¿Qué estoy loco?, y tú que sabrás. Estoy loco por vivir, por jugar a este deporte tan extraño y vitalista, loco por compartir un rato de todos vosotros y por volver a soñar que no importa el resultado si nos mostramos como un equipo. Estoy loco porque vuelvas a ser quién eres, el que se desata y juega. Y juega, del verbo jugar, de retozar, de desligarse del rol rutinario y zanjar la cuestión con lo que te agobia en el trabajo. Jugar, de dejarse llevar, de vivir, Desi, cojones, jugar de vivir. El sentido del juego es el de salir de uno mismo para volver después renovado. Juega, Desi. Juega al fútbol y juega conmigo y con los demás. Vistámonos de blanco y verde, o de azul y verde, y ocupemos nuestro lugar en el campo, ocupemos nuestro rol en el juego. Nos vamos a disfrazar, tío. El sentido del disfraz es ser quién no eres en el guión establecido de tu vida, el mismo que te escribe el que guía el foco del que enfoca. Juega para volver a ti iluminado, ilusionado, para renovarte, y de alguna forma morir. Morir para nacer, es lo que quieres y no sabes. Mueres con el equipo para nacer después, para volver a ti habiendo entendido parte de los mecanismos manipuladores del que vive en tu sombra, de tu yo evasivo. El fútbol lo descubre, y cuando lo ves y enfocas el foco que él siempre dirige, lo deslumbras y en parte lo incorporas. Bajan las defensas y defenestras su armadura. Desi, blíndate como yo lo he hecho esta tarde, paseemos juntos, coño. Y nos blindaremos frente a nuestros yos gilipollas e inmaduros. Juega, Desi. Juega. Joder, no sé si me entiendes. Pero no le dije nada, aunque, como si de un telépata se tratara, Desi volvió a jugar. De una vez por todas se liberó y fue Desi, sublime y arrollador Desiderio Melús, omnipresente ave Fénix que se rehízo de sus cenizas en pleno vestuario para volar muy por encima de las cabezas de los asistentes a aquel terreno de juego. Y desde la cima lo vio todo, desde las alturas lo observó todo un segundo antes. Corrió-voló por el asfalto, un asfalto más rojo que de costumbre cada vez que él lo pisaba, porque el Fénix viene del fuego y consigo lleva fuego. El Fénix-Desi que quemaba el suelo con la planta de sus pies voladores, el Fénix-Desi que nos aleccionó con su pundonor e intensidad y que alumbró nuestras conciencias y a ese hijoputa que tanto desenfoca su foco. Enfocador identificado y ajusticiado, enfocador obligado a alinearse con los objetivos del ave Fénix-Desi, el rapaz que todo lo caza y todo lo ve. Bienvenido Fénix, quiero decir, bienvenido de vuelta, si eso puede ser, Desi.

Estuve observando al que yo aún no sabía que iba a ser Fénix hasta que llegó Dani, sumidero atencional que todo lo arrastra y todo lo absorbe. Uno, blindado como estaba a esas alturas del día, se dispuso a ofrecer atención al que la requirió y, tras un canje económico de bastante enjundia para tipos proletarios como nosotros, rasgué mis vestiduras evasivas y me lancé a la pura alegría de conversar con mi orondo y risueño amigo. Portaba su mochila a la espalda y la pequeña bolsa de mano apoyada en su antebrazo izquierdo. Dicharachero por naturaleza, copó varias conversaciones al mismo tiempo y lideró el aturdimiento general  de todo aquel que se decidía a escucharle. Rió y criticó por igual. Centro de los centros, se mostró y exhibió sus interioridades como si de un vendedor de inmuebles se tratara. Este Dani está cambiado. En ocasiones, sigue quejándose en el campo, pero él también parece acorazado frente a los embates del picado mar muntanero. Mi absurda teoría respecto al cambio mental del bueno de Dani tiene que ver con su estabilidad conyugal. Especulo y fantaseo con una teoría: Eli, terapeuta de profesión, ha tomado las riendas de la relación y de su capacidad amorosa y eso ha devenido en una modificación sustancial de la escala de valores de nuestro amigo. Su desempeño sobre el terreno de juego ya no es fuente ni origen de depresión y alicaimiento. ¿Por qué? Porque ahora su señora le hace caso. Existe alguien que le dice que sí, que sí cari, que tienes razón, que sí, cari, que tienes unos ojos muy bonitos y no hay nadie que haga el amor mejor que tú, que sí, cari, que te quiero más que a nada en este mundo, que te quiero marques más o menos goles, que te querría aunque fueras diestro. Y Dani es diferente dentro de su similitud, la calidad de su simpatía es diferente dentro de su simpatía natural. Dani mete goles con la derecha. Sigue existiendo un agujero negro de difícil explicación científica tras su espalda pero su actitud remonta el vuelo sin cesar. Y ello le hace acreedor de más y mejores oportunidades, de más y mejor presencia, de una mayor entidad, de una mayor capacidad y de una mayor capitalización de la confianza de todos los compañeros. Dani, imbuido de un espíritu juguetón y atolondrado, sujeta su vida a través del amor, como lo intentamos todos, solo que él lo manifiesta y lo expone, lo muestra, igual que muestra su fútbol, con sus carencias y sus fortalezas, sus debilidades y sus aplomos. Ayer Dani también llegó blindado, tanto, que tras absorber el agujero negro de su retaguardia el primer gol rival, tiró de imaginación y se colgó de la lámpara de su absoluta locura para inventarse el primer gol (golazo) con la derecha que yo le recuerde. Gol clave. O gol llave. Llave que abrió la puerta de la esperanza. Llave maestra que abre y cierra, que abrió nuestro ánimo y cerró de golpe nuestras dudas, llave que no dejó ni que pensáramos en una eventual derrota, llave que cerró el maldito agujero, abismo diría yo, que se extiende a la espalda del galán hortense. Dani tiene la llave. Lo que pasa es que no lo sabe. Él y Desi juegan con las llaves, matarile-rile-rile, matarile-rile-leró. En el fondo del mar, no, en el fondo de sus conciencias se esconden, en su interior se esconde el número secreto, el número que abre la caja fuerte de los éxitos muntaneros. Eli, escrutadora de las psiqués ajenas, tiene una ardua misión por delante: alumbrar interiores en los que se alojan llaves. Llaves que son claves.

Por último llegaron los capitostes. Enfundados ambos en sus respectivas gorras. Ataviados entre la modernidad y el extrarradismo que les confiere su origen, a caballo entre su genética rural y provinciana y su cultura importada y de nuevo cuño, navegantes ambos del subsuelo condal unos minutos antes. Yeyu y Manel. Manel y Yeyu. Ambos guardianes de nuestras espaldas y nuestras erratas, capaces de condonar un despiste saliendo al corte con velocidad. Eugenio, disciplinado, férreo y afilado. Apareció en el pabellón porteando un saco de balones y salió cargando con uno de buenas acciones defensivas. Ambos salvaron goles ya cantados por los otros verdes. Yeyu plantó el escudo y Manel ejecutó su típico baile jacksoniano para desbaratar la más claras de las ocasiones rivales. Ambos capitanes generales. Yeyu desde la atención concentrada, desde el trazo invisible de los movimientos y diagonales de compañeros y contrarios, imaginando antes que viendo, anticipando acciones y rasgando anhelos. Manel, capitán general de la contención y el sentimiento muntanero, responsable hasta la desmesura y feliz en su papel de jerarca máximo de la táctica cochinillesca, por ella animado y especialmente motivado a la hora de destruir el juego tousiano. Ánimo imperturbable y jefe de la zaga, indiscutible autoridad de nuestras opiniones y nuestro caminar. Ejemplo a seguir y costurero de profesión, hilando lo que se desteje en cualquier punto del grupo, asumiendo el sobrecoste de ceder en sus postulados por encontrar consenso, por velar por todos y asumir sin pedir a cambio. Maestro en la asunción de otras posturas, ideas o creencias. Jefe de la mesura y el pluralismo. Amigo leal y desinteresado que siempre sale en tu ayuda cuando te han superado en el uno contra uno. Igual que en el fútbol. Eugenio y Manel, auténtica cosecha del 76, fundadores del entramado esmeralda, miembros de una sociedad validada por el tiempo y la tempestad. Inoxidables ambos y opuestos de alguna manera. Diferentes maneras de dialogar pero un mismo objetivo: lo mejor para el equipo. El yin y el yang, mano derecha y mano izquierda, ductilidad y dureza. Lo uno dentro de lo otro.


Hace un rato estaba en vena. Ya no lo estoy, sin embargo, mi blindaje sigue intacto, inalterado, reafirmado tras un duelo de sábado tarde en que uno sale victorioso y animado. El grito se produjo. La corajuda celebración no faltó en el vestuario. Salí del recinto cojeando. Sólo era una cojera física. Mentalmente me sentía liviano, liviano y fuerte, más acorazado que antes, pero no por el resultado, sino por volver a sentirme conectado.
 
Esta es la crónica de un paseo, un paseo por el centro de la ciudad y por el centro de mi alma, por el justo medio de los anhelos de un padre joven pero jugador veterano. Una excursión de poco más de media hora que me revivió, que consolidó mis postulados y me llevó más lejos de lo que dice la simple distancia física. Un caminar sereno que me advirtió de quién era y quién estaba siendo, que me dijo quién quería ser, que me susurró que no importa lo de alrededor si tú estás blindado. Lo paradójico del caso es que el verdadero blindaje sólo tiene que ver con el dejarse ser a pesar de los pesares. Blindarse no es no sentir, no es dar el poder al que enfoca al que enfoca, ni dar el poder a los otros. Blindarse, simplemente, significa entender que lo que uno siente depende de él mismo y de cómo interpreta lo que le ocurre.

Y, por último, esta es la crónica de un viaje en el que me he visto acompañado por un tipo con coleta y de pelo coloreado. Alguien, que, inopinadamente, apareció en mi vida para, sin que él lo supiera, recordarme ciertas cosas. A veces creo que todo esto es como una especie de sueño y que cuando despierte volveré a estar dos años y medio atrás y que todo lo sucedido simplemente será una historia que ha creado mi mente para dar sentido a algunas cosas. No creo en dioses ni en destinos. Creo que cada uno determina su futuro a través de sus acciones u omisiones, pero (dichosos peros) también pienso que el sentido de los sucesos y de los acontecimientos vitales lo crea cada uno y que, precisamente esa dotación de sentido es lo que hace que uno tenga la sensación de que lo que le ocurre forma parte de su historia. Aún no entiendo qué significado tiene en mi vida la aparición de un tipo adoptado por este país y cuya profesión es la de artista, lo único que sé es que darle sentido a todo ello me corresponde a mí. Es mi responsabilidad. Es nuestra responsabilidad compartida.


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